Tarta de Fresa y Estrella



A Cristina le encantaba soñar. Soñaba despierta y dormida. Soñaba en voz alta y susurrándose a sí misma. Soñaba a diario, en la escuela, en el ascensor, mientras se bañaba y cuando hacia los deberes. Soñaba con cosas terrenales y con hadas, con gnomos y con insectos, con viajes en el tiempo y con bailes de animales, con luces de colores y con insectos gigantes, con príncipes encantados y con enanos saltarines... Pero tenía un sueño recurrente: demasiado a menudo soñaba que cabalgaba sobre una estrella.

Más que cabalgar, tripulaba su propia estrella, porque ella se imaginaba a sí misma montando a su estrella como si de un caballo volador se tratara, pero en realidad  más que trotar o galopar, volaba... o mejor,  atravesaba cualquier lugar como de sí de un cohete se tratara, a la velocidad del rayo y dejando estela, o subiendo y bajando con la misma facilidad que una mosca en su pequeño espacio.

Aquel día Cristina estaba un poco excitada. Cumplía años, sólo seis años. Sabía que le estaban preparando algo, a modo de celebración, a modo de hacerle sentir especial, a modo de salir de su rutina para hacerle soñar... Soñar, su afición favorita.

La curiosidad le llevó a indagar, investigar, buscar, escudriñar, averiguar o simplemente comprobar la creencia de que algo especial iba a pasar... E indagando, investigando, buscando y escudriñando, averiguó que parte de la sorpresa que le tenían preparada era una enorme trata de fresa... A través de una inusitada incursión en la cocina, la vio con sus propios ojos, pudo analizarla, medir sus dimensiones, comprobar sus formas, e incluso meter un poco el dedo para probarla... y estaba deliciosa...

Tras su descubrimiento, y como consciente de que parte del efecto sorpresa se había desvanecido, corrió hacia su habitación y se escondió debajo de la cama. Una vez allí, Cristina empezó a hacer lo que más le gustaba, lo que mejor se le daba, lo que hacia con cierta asiduidad, aquello que le relajaba y que esta vez iba a servir para calmar los nervios que aquel descubrimiento había provocado... Cristina empezó a soñar...

Y para que todo fuera más fácil, empezó a soñar con su sueño recurrente mezclándolo con el objeto de su descubrimiento... En pocos segundos, Cristina estaba tripulando su estrella por el espacio y acercándose a un nuevo planeta que ella solita iba a descubrir y colonizar. Este nuevo planeta era de color rosa y tenía forma de tarta, y como si de un explorador estelar se tratara, se dispuso a hacerse con él.

De esta manera, Cristina rodeó aquella masa rosa con forma cilíndrica a velocidad de vértigo en varias ocasiones... se posó brevemente descubriendo que en algunas partes el terreno era movedizo... rebotó con alegría sobre una montaña de nata con forma de espiral... se zambulló en los rebordes de crema... raseó en varias ocasiones hasta teñir de rosado los picos bajeros de su estrella... En fin, que sobre voló hasta el agotamiento aquel planeta inhabitado de color rosáceo y salpicado de blanco... Era tal el agotamiento que se quedo dormida... Si, dormida debajo de la cama.

Su madre, sus hermanos, sus amiguitas... todos la buscaron hasta la extenuación, y no consiguieron encontrarla, con lo que la fiesta se había estropeado. Pero tras el susto y una vez aclarado todo y tranquilizados los ánimos, Cristina seguía siendo la niña más feliz del mundo, en esta ocasión gracias a su estrella y a aquella fantástica tarta de fresa que habían conseguido llevar a su máxima expresión lo que más le gustaba... que habían permitido desbordar su imaginación... que habían hecho que surgiera la magia... que le habían facilitado soñar.