Mónica, que vivía en la “Incógnita”…



Mónica era negra, aunque si la mirabas bien se le adivinaba un cierto tono verduzco, como una esmeralda con el brillo gastado, como la hoja seca de un abeto. Tenía unos ojos grandes y ovalados que le permitían no perder detalle de nada, y si les observabas de cerca, te obsequiaban con pequeños destellos, casi imperceptibles.

Mónica era un poco tontona y disfrutaba vagando por ahí, revoloteando y volviéndose a posar. Era una dormilona y podían pasar horas sin moverse ni una pizca. No comía demasiado, pero como casi todas las de su especie era una golosona. Sin embargo, se diferenciaba de ellas en su gusto por lo limpio. Mientras sus compañeras rondaban siempre todo lo más putrefacto, ella intentaba evitarlo en la medida de lo posible.

Mónica sabía que su vida era breve, pero no le preocupaba demasiado no vivirla intensamente. Disfrutaba de la tranquilidad que le ofrecía el campo y de la compañía ocasional de algunas amigas. Porque en el fondo era una solitaria empedernida, aferrada a sus dominios, olvidada por la mayoría. Y eso que la zona en que vivía era una de las mas pobladas de toda la región.

Mónica había soñado alguna vez con vivir en la ciudad. Solo algunas de su especie vivían allí. La comida era mas sabrosa, el calor menos acuciante y el olor mas agradable. En cambio, vivir allá era mucho mas peligroso. Había oído hablar en cierta ocasión de algo llamado "insecticida" y que masacraba a todas las de su condición. Por eso, entre resignada y feliz, disfrutaba de la paz del campo, lejos de aquellos peligrosos monstruos.

Mónica respetaba a todos y era muy respetada también, pero entre todas sus particularidades había una envidiada por todas las demás moscas del lugar. Y es que Mónica vivía en la "Incógnita".

La "Incógnita" era grande, muy grande. Su pelo rojo parecía mas rojo cuando le daba el sol de lleno. Era un rojo como el de una teja envejecida, pero tirando a ocre, como la madera de la raíz de un nogal. Sus crines eran rubias con algunas mechas canosas que delataban antecedentes albinos.

Su cara era bonita y sus ojos azules, tan azules qua podían confundirse con el cielo. Ofrecía una estampa que dibujada sobre el prado inspiraría al más mediocre pintor.

La "Incógnita" era altiva y altanera. Movía su cabeza arriba y abajo con una chulería poco común. En ocasiones caminaba alzando sus rodillas, elevándose intermitentemente con diminutos saltitos. Y no es que sintiera desprecio por sus compañeras, sino que se sentía en algo superior a ellas, como más elegante, como más completa.

Y es que la "Incógnita" era toda una campeona, un poco venida a menos si cabe, pero una campeona. Aún recordaba con nitidez sus años mozos, aquellos en los que tantos premios había conseguido, aquellos en los que se sentía la reina del mundo. Premio de equitación en cinco ocasiones, tres de ellas consecutivas, su imagen había servido para ilustrar  varias  publicaciones de Cría Caballar e incluso posó en cierto momento para un renombrado pintor.

La "Incógnita" había tenido famosos y cotizados antepasados, y entre sus numerosos descendientes, alguno había que iba para figura del arte ecuestre.

Había tenido tres dueños diferentes y todos la habían cuidado con mimo y con esmero. Ahora estaba recluida en una Yeguada Militar, un poquito abandonada, con todo su brillo apagado. Allí pasaba cómodamente sus últimos años. Del box al campo y del campo al box. No le faltaba de nada, pero anhelaba viejos tiempos, tiempos de euforia, tiempos de gloria, tiempos locos.

La "Incógnita" había aceptado su actual situación y esperaba parsimoniosamente su final. Pero en las últimos días estaba de suerte. Lo que con la llegada del calor solía ser cada año una molestia, se había convertido en esta ocasión en una curiosa y pequeña amiga. Y es que Mónica se había instalado en la "Incógnita".

Mónica había nacido en un árbol, y ya desde sus primeras horas de vida había sentido fascinación por aquella yegua tan hermosa. Su madre le había advertido que se mantuviera siempre alejada de los animales, que siempre acarreaban algún peligro. Pero en cuanto aprendió a volar, Mónica no dudó en acercarse a aquel gran monstruo que a ella se le antojaba hermoso.

Mónica sobrevoló a la "Incógnita" en varias ocasiones, hasta darse cuenta de que era inofensiva, y eso que estuvo a punto de golpearle en dos ocasiones con su gran cola. Por fin, Mónica decidió entablar conversación:

-!Hola!, !Que grande y bonita eres!
-Déjame en paz pequeñaja -contestó despectivamente la yegua.

La joven mosca se sintió un poco decepcionada, pero enseguida comprendió que aquella yegua estaba muy triste y que lo que necesitaba era un poco de cariño. Por eso, ni corta ni perezosa, decidió irse a vivir allí.

Era un hogar un poco extraño, pero estaba decidida. Exploró todo el cuerpo de la "Incógnita", desde el lomo hasta la rabadilla, desde el morro hasta el cuello, desde las patas hasta la tripa. Al final optó por instalarse en la comisura de la oreja derecha, en un simpático y cómodo huequito.

Al principio, la "Incógnita" estaba muy enfadada, no soportaba que ningún bicho se le acercara, y no estaba dispuesta, ni mucho menos, a que nadie fijara en ella su residencia. Por eso movía su cabeza, y la rascaba contra el tronco de un árbol para librarse de ella. Pero Mónica era una mosca muy constante, y al final la yegua terminó acostumbrándose.

Enseguida surgieron las primeros lazos de comunicación. Mónica se situaba frente a la abertura de la oreja y canturreaba a modo de zumbido para la "Incógnita".

En otras ocasiones, la yegua balanceaba su extremidad auditiva improvisando un columpio para su pequeña inquilina. Y así las cosas, comenzó a surgir entre ellas algo más que una amistad. Apenas si hablaban, pero ambas se daban calor. Algo intangible pero entrañable las había unido.

Habían conectado a la perfección. A la "Incógnita" se le notaba más alegre, menos distante, más comunicativa, menos metida en su mundo. Estaba cambiada, como más jovial, como viviendo con más intensidad.

Mónica, entre tanto, estaba mas equilibrada, menos locuela y mucho más sensata. Además, se había ganado el respeto de toda la comunidad mosquil de la zona. Y es que Mónica vivía en la "Incógnita", mientras las demás vivían a saber donde.

La mayoría de sus congéneres se pasaba el día en el techo de la cuadra, en el tronco de algún árbol o en el vertedero de basura. Otras vivían en los mulos y burros que poblaban la Yeguada, y algunas moraban en los sucios perros guardianes. Las más privilegiadas habían conseguido evitar las mosquiteras y pasaban su existencia, cómodamente, dentro de la casa o en el botiquín de ganado. Pero ninguna había podido habitar jamás en la "Incógnita", y esto hacía que Mónica se sintiera especial.

Cuando a la "Incógnita" le tocaba limpieza, nuestra mosca huía despavorida porque el agua y las gordas púas del cepillo le causaban terror. En esas ocasiones, Mónica volaba hasta una cornisa cercana y observaba la operación medio enfurruñada por las molestias, medio feliz porque su amiga-hogar estaría higienizada.

En ocasiones saltaban el cercado y la "Incógnita' cabalgaba durante un buen rato con el fin de que su amiga-inquilina pudiera ver un poco de mundo. Trotaban hasta el cercano riachuelo en el que Mónica podía respirar una frescura desconocida para ella. O galopaban hasta el páramo donde podían observar la inmensidad de las grandes llanuras.

Otras veces se acostaban bajo un gran roble y la vieja yegua le contaba a la atónita mosca historias de su juventud, cuando ganó aquel importante premio, o cuando se enamoró de aquel caballo pura-sangre con el que no la permitieron aparearse. Mónica no perdía detalle mientras disfrutaba con los relatos de su amiga.

Así iban pasando los días, plácida y felizmente, sin nada que alterara la paz y armonía entre ambos animales. Pero el verano ya tocaba su fin. Las jornadas ya empezaban a acortarse y aquel achicharrante calor de días atrás se había convertido en simple calorcillo.

Mónica empezaba a tener pequeños achaques por la edad. Le costaba más de la cuenta elevar el vuelo y se sentía más pesada que de costumbre. Su zumbido limpio y suave hasta el momento comenzaba a convertirse en estridente. Su apetito de antaño desapareció y ahora apenas si comía. Siempre había revoloteado a menudo sobre la cabeza de la "Incógnita" para, mirándola a los ojos, regañarla por algo o animarla en alguna cuestión. Ahora apenas lo hacía, le faltaban energías.

Sus alas comenzaban a resquebrajarse y habían empezado a aparecer unas extrañas escamas que la tenían preocupada. Sus patas empezaban a flojear. Llegó un momento en que su pata derecha central quedó inútil y terminó por caerse.

Con la llegada del primer día frío, Mónica sabía que llegaba también su final. Se acercó lentamente hasta el oído de su amiga, y como pudo le susurró:

-Esto se acaba... Gracias por todo....

La "Incógnita" respondió:

-No te mueras... No me dejes ahora...

Pero no había acabado de decirlo, cuando al bajar la mirada pudo ver a su amiga muerta. Con la panza hacia arriba y las cinco patas que le quedaban estiradas.

Mientras una lágrima caía de su azulado ojo derecho, una racha de viento se llevó el cuerpo inerte de Mónica, Dios sabe dónde.

La "Incógnita" quedó totalmente abatida. Aquello eran más que lamentos, aquello eran verdaderos sollozos. Parecía haberse vuelto loca. Sacudía su cabeza como si estuviera endemoniada y saltaba hacia atrás y hacia adelante como en un baile maldito. Al final cayó en el suelo destrozada.

No podía comprender porqué toda una vida de su amiga, ocupaba una parte tan menuda de la suya… porqué mientras ella había vivido múltiples experiencias, su amiga apenas si había salido del entorno que le rodeaba.

Recordaba la rápida evolución de Mónica, desde mozuela hasta anciana. Sentía que lo único que había alegrado su existencia en los últimos tiempos, había durado demasiado poco. Había sido una amistad corta pero intensa, inusual pero perfecta, extraña pero hermosa… quizás, la mejor amistad del mundo.

La "Incógnita" se sintió de repente más vieja que nunca, más cansada que de costumbre, tan sola como antes, o quizás más.

A la mañana siguiente, la "Incógnita" amaneció muerta. Nadie en la Yeguada entendía porqué. Últimamente se la veía mejor, algo le había hecho tomar energías… y ahora, aparecía muerta, de repente.

En el parte de defunción se leía: "fallecida por enfermedad desconocida". Unos lo achacaron a la edad, otros a una nueva y extraña enfermedad sin secuelas, los más no podían explicárselo.

Lo que nadie supo jamás, es que la "Incógnita" se había muerto de pena.