Magia magrebí



El Land Rover avanzaba rápidamente por la indómita pista que conducía hacia Ouarzazate, una ciudad del sur de Marruecos más conocida como "la puerta del desierto", y cercana a las montañas de la montaraz cordillera del Atlas. En su interior viajaban dos familias que formaban parte de un grupo de turistas, o viajeros, según como se mire, que compartían comitiva con otros tres vehículos todoterreno.

Junto a la ventanilla derecha de la parte de atrás de aquel bronco automóvil viajaba Alicia, una jovencita de apenas 19 años, cuyo lánguido rostro, mezcla de un toque infantil y una especie de tristeza interior, aderezadas con algo de aburrimiento; permanecía terso merced a unos ojos brillantes que llevaba muy abiertos, como escudriñando la cuneta a la vez que se solazaba con el impresionante horizonte, teñido de rojo por un atardecer de estos que cautivan.

Alicia permanecía aislada, disfrutando del paisaje y de aquel atardecer entre bote y bote, pero pensando en una docena de cosas que le alejaban de allí, y muchas de las cuales le hacían proyectar melancolía, una especia de aflicción de la que su padre, que viajaba en el asiento del copiloto, se había dado cuenta, pero sobre la que había decidido no actuar... al fin y al cabo estaban de vacaciones y la idea era disfrutar del momento y no sufrir con los problemas asociados al día a día en Granada.

Con esta tesitura como compañera de viaje, la comitiva llegó a la ciudad y se dirigió hacia el alojamiento que habían reservado. Se trataba del Riad Dar Ksar, un pequeño y lujoso hotel regentado por una familia local y ubicado en pleno centro de la ciudad, junto a una de las mezquitas principales cuyo minarete era el más alto, hasta el punto de servir para configurar el particular skyline de la apretada urbe.

Se trataba del hotel más bonito, exótico y autóctono de cuantos Alicia había conocido hasta el momento, y por eso desde que alcanzaron su fachada no había dejado de fisgarlo todo, hurgando con la mirada cada rincón y rebuscando en cada detalle que conformaba una recargada decoración, al más puro estilo bereber. También su pituitaria se dejó encandilar, y dedicó un tiempo a desencriptar una amalgama de olores que se agolpaban en el ambiente... Y eso por no hablar de los sonidos que llegaban a sus oídos con una mezcla de ecos y chirridos diferentes a todo lo que había escuchado hasta el momento... En fin, que Alicia tenía todos sus sentidos alerta, mucho más si cabe que cualquier otro foráneo de los que andaba por allí...

Entre tanto descubrimiento sensorial, Alicia había dejado de pensar en sus pequeños problemas cotidianos y permanecía alerta sobre todo con lo que se iba tropezando por ahí... Y fue justo en esa búsqueda de novedad cuando, durante la cena, reparó en Faatin, que en árabe significa "cautivante", y que era una joven sobrina de los dueños del Riad, que con solo 16 años ayudaba en los trabajos relacionados con la limpieza de las habitaciones y ocasionalmente servía a la hora de cenar o desayunar.

Faatin era realmente hermosa, con un bonito cuerpo siempre envuelto en ropajes que cubrían unas exquisitas curvas, y una tez oscura con unos impactantes ojos verdes, que hacían que su mirada fuera capaz de cautivar a cualquiera, haciendo honor a su nombre. Sin embargo, anclada en una mezcla de dulzura y sumisión, apenas si miraba fijamente a nadie, ya fuera por timidez, por autoprotección o simplemente por supervivencia... 

Pero con Alicia era distinto, sus miradas se habían entrelazado en diversas ocasiones, y apenas sin haber cruzado palabra, ambas habían notado una complicidad curiosa que estaba por eclosionar...

Así las cosas, y tras algunos escarceos sensoriales más o menos tímidos, la granadina terminó por recibir un misterioso mensaje de Faatin, escrito en un papel tipo estraza en el que le decía... "Esta noche, a las 12:00, en la terraza... pero nadie puede saberlo".

Alicia se sorprendió cuando leyó aquella misiva que le dejó entre dudosa y a la expectativa. Había notado mucha tristeza en la cara de aquella adolescente, sabía que algo extraño y no muy bueno podía estarle pasando, y atisbaba que iba a pedirle ayuda de una u otra forma, una ayuda que no estaba segura de saber cómo ofrecerle... Así que esperó con cierta impaciencia a que llegara el momento, y con todo el sigilo del que fue capaz trepó una vez llegada la media noche por las oscuras y empinadas escaleras que llevaban hacia la terraza.

Una vez allí, observó todo lo que había, que estaba protagonizado por tres largos tendales de los que colgaban todo tipo de ropajes, pero sobre todo, toallas y sábanas que conformaban una especie de cortinas irregulares que invitaban al juego, un juego que podría resultar especialmente mágico al estar todo el ambiente dominado por una gran luna llena que lo aclaraba todo ostensiblemente, y por aquel minarete que emergía con absoluto predominio por uno de los lados de la inhóspita terraza.

Alicia permanecía allí, disfrutando de aquel fascinante entorno mientras pasaba su mano sobre las ropas colgadas, cuando apareció Faatin, absolutamente sigilosa, tanto que pese a la espera, consiguió sobresaltar a la española.

Faatin pidió perdón a Alicia por el sobresalto, para invitarle a continuación a sentarse juntas sobre un montón de sábanas y toallas almacenadas en un gran cesto, que formaban una especie de camastro sobre el que se sentaron una frente a otra, con las piernas cruzadas e iluminadas por aquella luna que parecía embrujarlo todo.

Entonces, tras pedir disculpas por su osadía, la joven árabe comenzó a contarle a Alicia su pesaroso devenir, marcado por las terribles dificultades de ser mujer en aquel país, y centrado en su inminente compromiso matrimonial, pactado por sus padres, con el hijo de una familia acomodada, pero al que no amaba. Faatin relató detalladamente su pesar durante largo tiempo, destacando que no podía soportar estar con alguien al que apenas conocía y desde luego no quería, que también acudía obligado a ese matrimonio, y concluyendo que había decidido no acceder al deseo familiar, aunque no sabia de qué manera ser fiel a esa decisión.

La química entre las dos muchachas enseguida hizo reacción, y la conversación derivó hacia un cúmulo de preguntas y respuestas atropelladas plagadas de sorpresa, indignación, miedo, dolor, comprensión, compasión y despecho. En esto que, entregadas en esa euforia emocional e impregnadas por la calidez de la noche, descubrieron que estaban compartiendo un sentido que no habían advertido hasta el momento... El del tacto...

Alicia, por puro acercamiento hacia aquella nueva amiga, le había rozado la mano en algunas ocasiones, y además, había recogido con el dedo alguna lagrima fugaz que a Faatin se le había escapado en el transcurso de su relato... Estaban en esas, cuando tras un sollozo desconsolado de la árabe, la española se abalanzó sobre ella para abrazarla y sujetar de esta manera sus sentimientos desbocados. Un abrazo amistoso, que derivó sin saber muy bien cómo, en un beso de consuelo en la mejilla... tras el que, una vez juntas piel con piel, llegó un estremecimiento compartido que hizo que, de forma inusualmente instintiva, ambas deslizaran pausadamente su mejilla por la de la otra, hasta acoplar las comisuras de sus labios.

Una especie de sacudida se produjo entonces entre ambas muchachas... Y fue Alicia la que decidió traspasar la raya, besando muy suavemente a una Faatin petrificada en un primer momento, pero que supo reaccionar dando rienda suelta primero a sus labios, y luego a su lengua, que jugó húmeda y parsimoniosamente con la de la joven española, haciendo de aquel contacto algo inusitado y placentero a la vez... 

Así continuaron durante algunos minutos, tras los cuales, Alicia se decidió a desplazar su mano derecha por el cuerpo de la marroquí, primero sobre sus ropajes, y más tarde incrustándola entre ellos hasta tocar su cuerpo duro y algo áspero... Sus suaves dedos se pusieron entonces a la tarea de recorrer despacio y temblorosamente el tronco de Faatin, que por el momento permanecía inmóvil, sin apenas respirar, como petrificada, pero tornando su piel en gallinácea y sintiendo una especie de leves y deleitosas descargas a medida que las yemas se deslizaban siempre pausadamente de abajo arriba.

Cuando Alicia decidió llegar hasta los pechos de la magrebí, pudo sentir la turgencia de unos pezones que destacaban sobre unos senos no muy grandes, pero perfectamente dibujados... Y tras entretenerse por ahí algunos segundos comenzó a deslizar su mano, siempre lentamente, hacia las profundidades de un cuerpo que había visto cómo sus ropajes caían sedosamente, sin saber muy bien como.

Tras algunos segundos más, Faatin decidió salir pausadamente de su inmovilidad, envuelta en placer pero también en deseo, y sus morenos y rudos dedos comenzaron a explorar los mismos territorios de Alicia, en los que ella había flotado momentos antes, con parecidos movimientos, con idénticos recorridos...

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Jaweed era un crío muy alegre y algo travieso. Con solo nueve años, era el hijo pequeño de la familia propietaria del Riad, y le encantaba jugar, a pesar de que no le gustaba demasiado socializar con lo otros niños de su edad a los que consideraba muy aburridos. Su nuevo juguete consistía en una gran caja de madera en la que había instalado, a base de imaginación, un hábitat ideal para cuidar de unos nuevos e inéditos amigos: una docena de caracoles que había recogido días atrás, junto al arroyo que atraviesa la ciudad.

En la caja había de todo para la observación y disfrute de aquellos pequeños moluscos terrestres, desde turba para fijar el suelo, hasta hojas de acelga sobre las que deambular y yantar, pasando por piedras y pequeños troncos para dotar a dicho microcosmos del mayor realismo posible. Como la caja tenía ciertas dimensiones que la hacían poco manejable, Jaweed decidió ubicarla en la terraza, donde podría subir a testar la evolución de sus mascotas sin que nadie le molestara. 

El caso es que el chaval había aprendido, más por experiencia que por otra cosa, que aquellos animalillos permanecían prácticamente inmóviles durante el día, para salir de sus caparazones y avanzar, a su ritmo, pero avanzar y deambular al fin y al cabo, cuando la jornada se oscurecía... y por eso, casi cada noche salía a hurtadillas de su habitación para acudir a la terraza del edificio y recrearse con los flemáticos paseos nocturnos de aquellos bichos arrastrando su caparazón.

Pero esa noche, el objetivo de su curiosidad fue otro. Cuando accedió sigilosamente a la terraza, tal y como acostumbraba, escuchó un cuchicheo apenas imperceptible que captó su atención... Y así, escondido tras la tupida cortina de paños en forma de sábanas o toallas que pendían de aquel tendal, descubrió epatado los escarceos lujuriosos de aquellas jovencitas..., y el hecho de que una de ellas fuera su prima, a la que quería con locura hasta el punto de estar prendado de su acontecer, no hizo sino aumentar su pasmo hasta lo indescriptible.

No se sabe muy bien cuánto tiempo estuvo solazándose con lo que estaba viendo, pero lo cierto es que permaneció completamente inmóvil, hasta el punto de que solo aumentaba la apertura de sus ojos, y quizás de su boca, que por momentos notaba salivar, a medida que las jóvenes evolucionaban hacia territorios cada vez más tórridos.

El calor de la noche ayudaba a apreciar el espectáculo, la luminosidad de la noche hacía que sus protagonistas deslumbraran, el silencio de la noche sólo roto por algún que otro crepitar impactaba, y la belleza de las jóvenes en pleno devenir carnal, no hacía sino acentuar el morbo de una escena mágica que Jaweed empezaba a cuestionar que fuera real.

Y fue justo entonces, cuando un ensordecedor cántico lo envolvió todo... Se trataba de la primera llamada a la oración del día, que se produce alrededor de hora y media antes del amanecer, y que escupía decibelios por doquier desde unos potentes y estridentes altavoces situados en el minarete contiguo a la terraza del Riad...

El Al-adhan, como llaman por allí al cántico de la llamada a la oración, tiene como objetivo cambiar el foco de los sentidos mundanos y recordarnos que somos criaturas de Dios, al que debemos atención al menos unos minutos al día... Y vaya si captó la atención de los protagonistas y espectadores de platea de aquel ensordecedor y acongojante espectáculo...

Los caracoles, que pese a no tener oídos perciben perfectamente las vibraciones a través de su acuoso cuerpo, se replegaron en décimas de segundos poniéndose a buen recaudo dentro de su caparazón...

Alicia y Faatin, que en ese momento tomaban la cumbre de su ardiente momento, cuando se encontraban cuerpo contra cuerpo; entrelazando sus piernas como si de un lazo carnal se tratara; hincando muslo contra vulva; clavando los dedos en el cuerpo de la otra a modo de una zarpa que no está dispuesta a soltar su presa... quedaron petrificadas mientras su aliento pasó de borboteante a gélido por momentos.

Por su parte, Jaweed, al que el estruendo en forma de oración le pilló prendido de unas sábanas colgadas en el tendal, como para sujetar su amalgama de turbaciones, dio un salto hacia atrás provocado por el sobrecogimiento, que acabó dando al traste con los ropajes suspendidos y poniendo en clara evidencia su presencia allí... Vamos, pillado in fraganti en su infantil ejercicio de voyeurismo...

El transcurrir de aquella atronadora plegaria sujetó el reloj durante unos segundos interminables en los que todo se paralizó, en los que todo permaneció congelado pese a la calidez física y emocional de la situación, en los que ninguno de nuestros protagonistas sabía qué hacer, cómo reaccionar, en que agujero meterse... y la duda es... ¿Se rompió la magia del momento, o ese momento fue mágico...?