Aquel hidalgo...



La nuestra es una era esencialmente trágica, y es por eso que solemos negarnos a tomarnos la vida trágicamente... y sino que se lo pregunten a Felix, aquel hidalgo moderno que tanto me hizo pensar en su momento, que conquistó mi curiosidad hasta límites obsesivos, que trasformó en cierta manera mi devenir, que consiguió cambiar en parte mi forma de ver la vida, que hizo que aprendiera a convertir lo fugaz en constancia y lo azaroso en sutil... y que hoy, tras muchos años, permanece en mi memoria como una lección de vida que sin duda reconfiguró mi concepción de la tragedia.

Esta historia, real por otra parte, sucedió a mediados de los años 80, bien pasadas tres décadas, momento en el que con la curiosidad a flor de piel yo no era más que un estudiante llegado desde provincias a la capital para estudiar una carrera universitaria, cosa que no mucha gente podía hacer con holgura económica en aquella época, de tal manera que acabe viviendo en una buhardilla de una vieja finca del centro de Madrid con otros estudiantes de mí misma condición, con los que compartía estrecheces y la búsqueda de soluciones más o menos ingeniosas para sobrevivir a las mismas.

El factor "comida" constituía entonces uno de los principales gastos, para el que encontramos algunas alternativas, entre las que sin duda destacó el descubrimiento de una "casa de comidas", que así se llamaba entonces a los restaurantes de batalla, y que se convirtió en uno de nuestros centros de referencia gastronómica, con ventajas muy por encima de los actuales restaurantes con "menú del día".

Aquel lugar se llamaba "Casa de Comidas Pez" y estaba, como no podía ser de otra manera, en la calle del Pez, una de las más emblemáticas del centro madrileño ya por aquella época. Aquello era un delirio de actividad y ambiente... Basaban su modelo de negocio en ofrecer comida muy barata, con tan solo primero, segundo y postre... con agua del grifo en jarra para beber y, por supuesto, ni hablar del café, que eso significaba sobremesa, y la idea era que te levantaras enseguida para dejar sitio a otros comensales.

Por un muy módico precio de 275 pesetas de la época, podías tomar un estupendo primer plato basado en verduras o legumbres en una buena cantidad y cocinadas en una gran perola, a modo de rancho militar... un segundo plato sin estridencias, básicamente pollo, cerdo o pescado, siempre con un poco de lechuga o patatas fritas frías... y una pieza de fruta como postre, y ni hablar de un típico dulce al uso como flan o natillas...

Pero si estrecho resultaba el menú, no lo era menos el entorno. Aquel local estaba conformado por grandes mesas rectangulares rodeadas de bancos sin respaldo si estos estaban contra la pared, y sillas de formas y materiales variados si se trataba del otro lado; por su puesto sin mantel, y con una característica hoy difícil de asimilar salvo en lugares postmodernos o comedores universitarios: allí, las mesas se compartían, o sea, que no ocupabas mesa, sino un puesto o lugar en la mesa.

A eso había que unirle un modo de pedir la comanda poco edificante, ya que nadie te daba una carta, sino que tenías que haber elegido antes de tomar asiento entres tres únicas opciones para cada uno de los platos, para cantárselo al camarero, que te respondía con bastante estridencia: "marchando uno de macarrones y otro de pollo con patatas...", para encontrarte con bastante inmediatez tu plato en la mesa, pero depositado de forma poco ortodoxa, o sea, como arrojado...

En medio de todo aquel caos, los estudiantes nos encontrábamos en nuestra salsa, compartiendo mesa cada día con alguien distinto, comentando la jugada en medio de un barullo ensordecedor, sintiendo que todo era efímero pero que formaba parte sin remedio de un día a día que nos correspondía, disfrutando de grandes cantidades de comida que llenaban nuestros estómagos a cambio de pequeñas cantidades de dinero...

Y en medio de ese caos de esa clientela, estaba Felix, un personaje que con toda seguridad hoy  encasillaríamos como algo muy parecido a un "friqui". Felix era un tipo adulto, es decir, sin ser anciano, tenía ese toque de madurez que dan los años y las experiencias vividas a lo largo de ellos... Cincuenta y tantos años diría yo, pero de aquella época en la que la gente parecía un poco más mayor... 

Se trataba de un tipo enjuto, con la cara muy, muy fina... Con una barba ni muy larga ni muy corta pero muy bien cuidada, de esas que los hipster utilizan ahora con asiduidad. Tenía la mirada triste pero cálida, los ojos caídos pero vivos todavía, el pelo absolutamente repeinado y la nuez y los nudillos de las manos muy prominentes. 

Vestía de forma muy elegante pero fuera de contexto, con ropa de calidad pero muy usada, hasta el punto de que tanto los cuellos como las mangas de sus camisas y chaquetas estaban normalmente raídas. En ocasiones llevaba accesorios como pañuelos o corbatas que denotaban unas formas auténticamente refinadas, más allá de lo sobadas que pudieran llegar a estar o de la falta de adecuación a la moda del momento. Eso por no hablar de su abrigo favorito, o casi único se podría decir, que cuando llegaba el invierno, llevaba cada día como si de un uniforme de batalla se tratara.

Pero lo que más me impresionaba eran sus ademanes. Tenía una formas cuidadosas, hasta melodiosas diría yo. Su forma de llegar y preguntar si la silla estaba libre me cautivaba hasta el punto de que cada día intentaba que hubiera una silla libre cerca de mi que intentaba custodiar para él sin que se notara demasiado. 

Tras preguntar de una forma hiper educada, tomaba asiento y posición con unas maneras que me impactaban. Doblaba cuidadosamente su abrigo por la parte del forro para colocarlo sin una arruga sobre el respaldo de la silla, se sentaba metiendo su trasero contra el respaldo de esa silla acentuando su posición erguida, colocaba los cubiertos que previamente le había lanzado el camarero con una precisión irreal en aquel lugar, doblaba la servilleta de papel justo por la mitad, como si de un trabajo de papiroflexia se tratara, y esperaba a que llegara el camarero para pedir su vianda, siempre por favor y con una leve sonrisa.

Cuando el camarero le arrojaba el plato en la mesa, sin inmutarse lo colocaba siempre exactamente en el centro de los cubiertos ya colocados, y tras santiguarse, cogía esos cubiertos con una delicadeza que me maravillaba para empezar a comer con una elegancia que obviamente contrastaba sobre manera con la forma en la que engullíamos la comida prácticamente todos los demás.

Apenas hablaba, pero no era antipático. Contestaba ante cualquier conversación que se producía más o menos sin sentido, pero sin dar excesivos detalles. Su conversación era culta, pero hacía falta rebuscar para encontrarla entre tanta tontería que allí se escuchaba. Nunca se convertía en protagonista de situación alguna, ni hablaba sobre su vida o sobre su obra y milagros, por mucho que algunos le interrogáramos en ocasiones.

Simplemente acudía allí, repetía su rutina, compartía comida con quien tocara y mantenía su tono triste sin perder nunca las formas. No puedo contar las veces que intenté sacarle de esa dinámica, provocarle para que variara sus modos, interrogarle para que explicara su vida, se explayara sobre su origen, expusiera su devenir... Y nunca llegue a conseguirlo...

Durante casi un año, a días alternos, deseaba acudir a comer a aquella "casa de comidas" en parte por necesidad, en parte por escudriñar a Felix, por tratar de entender en qué mundo vivía, de dónde procedía, cuál había sido su experiencia laboral, o creativa, o vital... Saber si tenía o había tenido familia, qué relación tenía con sus allegados...

Pero nada, fue imposible. Su hermetismo pudo con mi insistencia y mi pretendida habilidad para empatizar con la gente o sacar de ella lo más profundo. Solo entendí que aquel hombre había pasado por algo difícil, algo tremendo que solo él conocía...

Le di muchas vueltas a aquello, incluso cuando desapareció y sin saber cómo ni porqué, dejo de acudir... Nunca supe si huyó, si se suicidó, o simplemente decidió cambiar de rutina... y todo aquello me sirvió para pensar, para analizar y cuestionar todo lo humano, para tratar de comprenderme a mí mismo a través de aquel personaje...

Fue entonces cuando llegue a la conclusión de que la nuestra es una era esencialmente trágica, y es por eso que solemos negarnos a tomarnos la vida trágicamente...