Chantaje


A Diana, la recepcionista, no le gustaba nada aquel cliente que llegaba acompañado cada miércoles, y a pesar de regalarle su habitual mohín de niña buena, desconfío del todo cuando en esta ocasión llegó solo y reservó varios días.
Ya de noche, numerosas llamadas a recepción de aquel hombre, sin mucho sentido, terminaron por mosquear a la joven, que decidió actuar.
Tras una de aquellas llamadas, le sugirió vagamente que estaría a las doce de la madrugada en el cuarto de la ropa sucia. Y allí acudió, pero acompañada de un viejo amigo que la pretendía hace tiempo y con quien se entregó a la pasión minutos antes de esa hora.
Aquel hombre acudió sigiloso a la supuesta cita, pero cuando abrió la puerta y vio a Diana acompañada, optó por sacar su móvil y grabar lo que allí estaba sucediendo.
Enfadado con el engaño, y frustrada por el momento su libidinosa intención, ahora solo le quedaba darle forma al chantaje.

Misterio


Los jóvenes kazajos estaban tratando de digerir todas las novedades que aquel congreso internacional sobre asuntos aeroespaciales les había proporcionado. Su ponencia había sido un éxito, pero nada comparable con la posibilidad de deambular por una ciudad moderna y occidental en la que se respiraba libertad y opulencia.

Llegaron agotados a la habitación de su hotel dispuestos a asimilar todo lo vivido en una jornada maratoniana que apenas les había dado tregua, y tras pasar uno por uno por las decenas de canales de televisión en aquel gigantesco monitor plano, descubrieron que tenían un minibar a su disposición repleto de refrescos, agua, cervezas, chocolatinas y frutos secos.
Así que tomaron algunos de aquellos manjares mientras se deleitaban en uno de los canales porno que asomaba con una impresionante calidad por el televisor… ¿y el resto?… nadie echaría en falta el resto, así que tras una mirada cómplice decidieron que ocuparían parte de sus maletas con aquellas viandas poco habituales en su país.
Quizás por remordimiento, algunos minutos después los jóvenes decidieron abrir de nuevo la puerta del minibar con el objetivo de observar su vaciez.
Para su sorpresa estaba totalmente llena de nuevo. Sin entender nada, decidieron hacer acopio otra vez de todas aquellas bebidas y chucherías y esperar otro rato a ver que pasaba… y volvió a suceder… una y otra vez.
Por la mañana, se acercaron a recepción para realizar su chek-out con las maletas sobrecargadas, a punto de reventar.
Diana, la recepcionista, les preguntó amablemente…
—¿Han tomado algo del minibar?
Los jóvenes se ruborizaron y comenzaron a sudar… uno de ellos dio un paso hacia atrás y tropezó con su maleta, que al caer, se rompió inundando la recepción de refrescos, agua, cervezas, chocolatinas y frutos secos.
Los jóvenes kazajos comenzaron a explicar lo inexplicable chapurreando un inglés indescriptible, mientras Diana, muy a su pesar, optó por avisar al director del hotel… pero cuando este llegó, solo encontró la maleta abierta y la ropa de aquel chico diseminada por el suelo, y nada más.
Mientras el director reprochaba a Diana su llamada, los ojos extremadamente abiertos -mitad sorpresa, mitad alivio- de aquellos chicos, se cruzaron con los de la recepcionista, que optó por encoger sus hombros y bajar su mirada, a la vez que se prometía a si misma que en algún momento debía resolver el misterio.

La buhardilla


La nueva limpiadora era bastante cotilla... todo lo husmeaba, todo lo oía, todo lo revolvía... y había encontrado en Diana, la recepcionista, a una estupenda aliada para compartir sus chismes.

—Todos hablan de la habitación abuhardillada, pero nadie dice nada concreto.
—¿Y que dicen...? Pregunto Diana intensificando su mirada sobre aquella joven correveidile.
—Pues de todo, que si hay un fantasma del primer dueño del hotel, que si sigue apareciendo por las noches... vamos un misterio...
—Pues no había oído nada... —contestó Diana—. Pero estaré pendiente, y si oigo algo te cuento... —le prometió con un ligero guiño de ojo.
Aquella noche, la recepcionista decidió explorar en aquella habitación de la que sorprendentemente no había oído hablar jamás, y abandonando el mostrador durante algunos minutos, subió sigilosamente las escaleras que seguían desde la última planta a la que llegaba el ascensor.
Se acercó muy despacio a la puerta de la habitación y, tras poner la oreja sobre la madera para no escuchar nada, se agachó para mirar por el hueco de la cerradura, para tampoco ver nada...
—Todo tranquilo —pensó.
...Y sacó de su bolsillo una llave maestra que le permitió acceder a aquel recóndito lugar, con la clara intención de convertirlo en uno de sus escondites secretos para practicar fugazmente lo que más le gustaba... lo que no imaginaba, es que allí iba a encontrar al fantasma del fundador del hotel, con quien, sin saber muy bien cómo, protagonizó una arrebato sexual como nunca había pensado.

Juegos


—Hola señorita, necesitamos una habitación...
Diana, la recepcionista, levantó la mirada para cruzarla con la de una impresionante mujer madura, vestida con una elegancia de llamar la atención, con el rostro bronceado y una altivez en el gesto que le hizo dar una pequeño paso hacia atrás.
Mientras se recuperaba de la impresión, contestando con toda la tranquilidad que pudo...
—Claro... ¿alguna preferencia?...
...Diana descubrió, a la vez que atisbaba por encima del hombro de aquella mujer, a tres o cuatro pasos por detrás, a un joven realmente guapo... ojos azules, rostro anguloso, torso fornido, mirada chispeante...
Y al tiempo que obligaba a su nueva clienta a mirar hacia abajo con la excusa necesaria de...
—Podría firmar aquí, por favor...
...Diana clavó su mirada en la de aquel joven, que respondió inmediatamente alzando los hombros y la mirada de manera casi imperceptible, tras lo que coincidieron en esbozar una breve y cómplice sonrisa.
La mujer recogió su llave y se dirigió hacia el ascensor seguida de aquel tipo que se acababa de instalar en los sueños de Diana.
Casi media hora más tarde, cuando la recepcionista aún fantaseaba con aquel chico, sonó una llamada de la habitación que este compartía con la mujer madura...
—Vaya por Dios —pensó—, ahora me pedirá ostras y champán, o algo así, la muy bruja...
Tras el auricular, la voz dominante de la mujer le pidió...
—¿Podrían subirnos un parchís a la habitación, por favor...?

Sex-Express Interruptus


El cuartucho estaba abarrotado de sábanas, toallas y manteles amontonados en grandes cestas y en el suelo, y preparados para lavar. Se trataba de un lugar pequeño, accesible aunque escondido, cómodo y cálido por el ambiente textil, que podía cerrarse por dentro, y que a determinadas horas estaba totalmente expedito, lo cual le convertía en un perfecto reservado sex-express al que Diana acudía con cierta asiduidad.

En esta ocasión, la recepcionista retozaba con ansiedad con Alex, un nuevo camarero que había opositado para policía nacional sin éxito, y que había acabado de barman en el bar del hotel, manteniendo un cuerpo fornido que apasionaba a la joven.

Y estaban en ello cuando Diana se fijó en una ristra de gotas que parecían de sangre, ni muy fresca ni totalmente seca, que se alargaba hacia el interior de un rebujo de sábanas hasta perderse allí dentro.

La muchacha no pudo por menos que dar un pequeño respingo tras lo que exclamó...

-¿Y eso qué es...?

Como estaban en mitad de la faena, Diana intentó quitarle importancia al descubrimiento animando a su pareja ocasional a continuar...

-Da igual, no vayas a parar ahora...

Sin embargo, enseguida dio la cosa por perdida, cuando el joven policía frustrado abandonó su pasión carnal por momentos para entregarse a su pasión investigadora, subirse los pantalones como pudo y acercarse al rastro sanguíneo para averiguar su origen... o su final...

Mientras Diana refunfuñaba, el camarero comenzó a bracear entre el lío de telas hasta encontrar lo que buscaba... Se trataba de un apéndice auditivo humano, lo que viene a ser una oreja, arrancada como de cuajo no hacía muchas horas y escondida sin demasiado cuidado en aquel recóndito lugar...

Mientras la recepcionista se vestía apresuradamente y alisaba su uniforme con una mezcla de decepción y sorpresa en su rostro, Alex observaba atónito la oreja cogida con dos dedos de la mano izquierda, a la vez que aprovechaba para demostrar sus conocimientos de supuestamente experto detective...

-Es una oreja de hombre, bastante grande y entrado en edad... ha sido completamente desgarrada de la cabeza de su dueño hace algunas horas... pero lo peor de todo es que no sé qué debemos hacer...

-Pues llamar inmediatamente a la policía -dijo Diana sin titubear-

-Yo creo que no -titubeó Alex-... Van a empezar a hacer preguntas que quizás no sepamos responder... creo que es mejor callarnos la boca e investigar por nuestra cuenta...

Diana llevaba ya demasiado tiempo alejada de la recepción y no podía entretenerse mucho más, así que le dijo al joven...

-Vale, vale... como quieras... pero yo me voy, y negaré por encima de mis muertos haber visto nada.

-Eso es... -concluyó Alex- Yo me encargo.

Así fue como la atribulada recepcionista regresó a su puesto de trabajo sin decir nada sobre lo sucedido, mientras el camarero envolvía aquel pedazo humano en una vieja toalla y comenzaba una aventura sin precedentes a través de la cual se había propuesto encontrar a la persona mutilada, averiguar quien había sido el causante del desgarro y esclarecer así un asunto que le tendría obsesionado durante semanas.

Y mientras tanto, Diana guardando silencio... eso si, jamás volvieron a practicar sex-express en el cuarto de la lavandería.

Amor frost


El tremendo frío no era obstáculo, como tampoco lo era el hecho de tener que abordar aquel "aquí te pillo aquí te mato" rodeados de viandas de todo tipo, aunque básicamente se trataba de carne  y pescado.

Diana se había dejado llevar por la juventud, la pretendida inocencia y el atractivo exótico de aquel pinche de cocina somalí al que todos llamaban Amín, y había decidido entregarse a él como fuera y donde fuera, pero de forma inmediata.

Así que tras los correspondientes flirteos previos y la decisión de interactuar íntimamente consensuada, la joven abandonó el mostrador de recepción por unos minutos para acercarse a la zona de cocinas y buscar con la mirada posibles huecos para consumar el revolcón.

Estaba Diana en esa faena, cuando Amín se percató de la jugada y decidió actuar sin pensar demasiado cogiéndola por el antebrazo para hacerla entrar en la cámara de congelación, y una vez dentro, echar el cerrojo a aquella pesada puerta.

En apenas unos minutos de pasión desenfrenada desarrollada sin soltar ropa, y de cambiar de posición apresuradamente como si ese movimiento ayudara a prevenir la congelación, acabaron la faena apoyados en el cuerpo colgado de una ternera dispuesta para el destazado.

Ni el incómodo frío, ni lo macabro del lugar, ni la cercanía de una cocina que pronto comenzaría a bullir de actividad, restaron pasión a un encuentro que dejaría a Diana tan satisfecha que, aunque no solía, en esta ocasión estaba pensado en repetir...

Diana, la recepcionista


El pequeño cuarto situado en el sotano uno, junto al acceso principal al parking del hotel, donde las limpiadoras se cambian de ropa y se ponen sus batas de trabajo y donde aparcan los carritos en los que transportan sus enseres, es uno de esos lugares a los que nadie acude pasadas las tres de la tarde, y Diana lo sabe.

Se trata de uno de sus espacios favoritos en aquel edificio para dar rienda suelta a determinados placeres carnales de forma discreta y fugaz, que es justo lo que la joven recepcionista con aire despistado, voz sensual y formas curvilineas, suele hacer en cuanto encuentra un varón dispuesto en un momento idóneo.

Diana es dulce, muy dulce, de cara redonda, más bien bajita, pero muy bien proporcionada. En el hotel todo el mundo la adora porque a nadie le niega una sonrisa, porque sabe hacer el ambiente agradable, porque encandila con gracia a los clientes, porque siempre está dispuesta a ayudar, y porque es... extremadamente cariñosa.

Y además, trata a todo el mundo por igual, que lo mismo le da el director del hotel, que el jefe de camareros, que el técnico de mantenimiento. Ella hace a todos, y aunque algunos solo la utilizan, otros sienten veneración por ella.

Como el repartidor de Coca Cola, que cada vez que acude a entregar su pedido no puede dejar pasar la ocasión de acudir a recepción para dejarse ver e intentar escamotear unos minutos de Diana, con gran enfado de algunos de sus compañeros que, a fuerza de la costumbre, ya consideran que ésta es de su propiedad.

Entenderlas



Juan caminaba por la playa un poco apesadumbrado, parecía claro que algo le atormentaba y mantenía sus pensamientos secuestrados. Se sentaba sobre la arena y se volvía a levantar para caminar en círculos y volverse a sentar. Por momentos, estando sentado se sujetaba la cabeza con sus puños para luego mirar al cielo como esperando algo. Más adelante caminó y caminó al tiempo que, de vez en cuando, propinaba una patada en la arena que dejaba patente una especie de impotencia que no lograba controlar... y así durante un largo y tortuoso espacio de tiempo...

Hasta que, por fin, decidió entrecruzar los dedos de sus manos con las palmas hacia abajo, y colocando sus brazos por encima de su cabeza y luego echándolos un poco hacia atrás, apoyó su nuca sobre sus manos para mirar hacia un infinito azul y dirigirse nada menos que a Dios.

-Señor, si pudieras ayudarme... si pudieras concederme un único deseo que acabara con esta desesperación que me martiriza...

Aquello pareció funcionar e, inesperadamente, una atronadora voz que solo él parecía poder escuchar en aquella solitaria playa, le dijo lacónicamente...

-Pide y se te concederá...

Tras unos segundos absolutamente paralizado por aquella inesperada situación, Juan optó por explicar con algunos detalles su situación a aquel ser claramente superior que quizás podría solucionar su problema.

-Oh...! Gracias Señor... No sé si lo sabes, porque se supone que lo sabes todo, pero estoy profundamente enamorado de Julia. La amo con todo mi corazón y realmente creo que soy correspondido. Pero hace algunas semanas, ella tuvo que marcharse a trabajar a Mallorca porque por aquí, por Castellón, no hay mucho trabajo, y llevo todo este tiempo sin verla...

-Y bien...? -replicó el ser superior-

-Si, si, le explico... Yo iría a verla ya mismo, pero le tengo un pánico atroz al agua y jamás he subido a un barco y mucho menos para introducirme en alta mar..., y no se lo va a creer, pero lo de volar es algo superior a mis fuerzas, solo pensarlo me produce mareos y un vértigo que me hace enfermar... vamos, que la única manera de ir a ver a Julia es por tierra, y estando en Mallorca se me hace un poco difícil... ¿Seria posible construir un gran puente que uniera la península con la isla de Mallorca y así poder acudir a ver a mi novia en mcoche? Mire, conducir no me importa, y eso permitiría que Julia y yo estuviéramos juntos en alguna ocasión...

Tras un demasiado largo e incómodo silencio, durante el que Juan no dejaba de acariciar el cielo con su mirada a la espera de una respuesta a su solicitud, el ser superior terminó por contestar negativamente, eso si, argumentándolo...

-Mira hijo, eso que me pides es un trabajo muy materialista. Piensa que para llevar a cabo tu deseo, tendría que erguir grandes pilares de hormigón que profanarían los océanos. Para ello, debería emplear miles y miles de toneladas de hierro y asfalto, acabaría con millares de especies marinas, cambiaría la faz de la tierra convirtiendo una obra de Dios en algo que impactará sobre la vida, sobre el medio ambiente, sobre la propia humanidad... y eso por no hablar de los agravios comparativos de otras personas que podrían estar en situaciones parecidas a la tuya en otros recónditos lugares del mundo... reflexiona hijo mío, te ruego que me pidas algo que no impacte en la humanidad y que me honre y glorifique.

Tras algunos segundos que a él se le hicieron eternos, en los que pasó de una indisimulada rabia a una forzada comprensión, pasando por una rápida pero profunda reflexión, Juan decidió sobre la marcha cambiar su estrategia y aprovechar que la oferta de cumplir un deseo por parte del ser superior parecía seguir en el aire...

-Entiendo Señor... entiendo que eso que le pedía es prácticamente imposible, y por eso me atrevo a pedirle a cambio algo más terrenal, algo que no es nada materialista, sino más bien todo lo contrario...

-Te escucho hijo...

-Mire, antes de enamorarme profundamente de Julia con quien ahora tengo algunas discusiones por esa situación logística que le comentaba anteriormente, me había divorciado tres veces, y en todas esas relaciones sufrí mucho por culpa de la incomprensión hacia el otro género... por eso, me gustaría tener el don de saber escuchar a las mujeres, comprenderlas, saber por qué dicen no cuando quieren decir sí y viceversa, averiguar qué quieren decir cuando callan, entender por qué lloran sin motivo aparente... en fin, llegar a saber cuál es el secreto para hacer feliz a una mujer y de esa manera conseguirlo...

Fue entonces cuando el cielo se oscureció de repente y se sucedieron algunas pequeñas inclemencias meteorológicas... se escuchó algún relámpago seguido de su correspondiente trueno, y solo cuando hubo pasado un tiempo y todo parecía volver a su sitio, fue cuando el ser superior carraspeó desde lo alto y decidió responder a aquel ultraterrenal deseo con una pregunta bastante directa:

-¿Y de cuántos carriles dices que quieres el puentecito?

Aiko y Briggita



Aquel japonés llamado Aoki (en japonés, árbol verde) llegó a Oslo, en Noruega, en un viaje de trabajo programado, y al llegar allí no pudo por menos que exclamar: ¡que magnífico komorebi! (en japonés, la luz que se mezcla a través de las hojas de los árboles), justo cuando decidió dar un paseo por aquel parque antes de su difícil reunión.

Poco después, y puesto que no había desayunado, decidió entrar en el pequeño establecimiento de la esquina y pedir un café con palegg (en noruego, cualquier cosa que le pongas al pan) con el objetivo de tomar energías para abordar la reunión con el suficiente ánimo.

Allí conoció, un poco a lo tonto, a Briggita, que aunque podía parecer noruega era sueca, y decidió sincerarse con ella contándole los miedos que le atormentaban de cara a su reunión. Aquella joven, que trabajaba como responsable de departamento en el Ikea de Oslo, terminó por convencerle de que debía seguir su propio mangata (en sueco, el reflejo de la luna, como un camino, en el agua), algo que casi sin pensarlo, decidió imponer en su determinación.

A pesar de todo, y mientras le pagaba el café al camarero filipino, Aoki seguía teniendo una buena dosis de kilig (en tágalo, la sensación de tener mariposas revoloteando en el estomago), lo cual no era ni bueno ni malo, sino que le hacía sentir cierta inseguridad.

Con demasiada frecuencia, aquel japonés hacia tsondoku (en japonés, comprar un libro, no leerlo, y dejarlo apilado sobre otros libros no leídos), dejando buena muestra de su inconstancia, pero en esta ocasión no podía permitirse ese lujo. En esta ocasión tenía que darlo todo, aunque no estaba muy seguro de cómo hacerlo... 

Sin embargo, un apasionado forelsket (en noruego, la euforia indescriptible que experimentas cuando te enamoras) se había instalado en su corazón tras aquella breve pero intensa charla con Briggita, lo cual no le permitía centrarse en preparar la reunión como era necesario y hacia que su kilig se disparara hasta la saciedad.

Así las cosas, decidió abstraerse de todo y no se le ocurrió mejor manera de hacerlo que invitando a pasear a la joven sueca por el hermoso parque que había descubierto hacía poco. Mientras le mostraba aquel apasionante komorebi, Aoki le explicó a la joven que el kilig se había apoderado de su ser, y que aquel forelsket le daba una fuerza increíble que en realidad necesitaba para abordar aquella maldita reunión con éxito.

Briggita no pudo por menos que sonreír para, tiernamente, explicarle a Aoki que el mangata ayudaba a encontrar el camino, pero que no servía para sustituir la preparación y la experiencia, y que debía compensar su tendencia al tsondoku con altas dosis de forelsket por el trabajo, a la vez que el kilig debía pasar de forma fluida de su estómago a su cabeza.

Aquel japonés llegó a su reunión fortalecido y, tras una fantástica actuación, consiguió dar los pasos previos necesarios para que su compañía llegara a un importante acuerdo de colaboración con el principal fabricante europeo de teléfonos móviles. 

Y todo fue gracias a Briggita, con quien tras compartir aquel café con palegg de no sé qué, y sentir gracias a ella aquel profundo kilig, pudo convertir aquella especie de tsondoku en un forelsket por la vida que le llegó como un mágico komorebi.

Aiko y Briggita no volvieron a verse nunca, pero ella permaneció siempre en su mente y en su corazón, y no porque aquella reunión le alzara a un puesto directivo en su empresa que le permitió ser el ejecutivo del año en Japón, sino por aquel profundo forelsket que removió sus entrañas con un diabólico kilig, que hizo que encontrará el mangata entre el komorebi, en los negocios y en el amor.


* Aoki: en japonés, árbol verde

* Komorebi: en japonés, la luz que se mezcla a través de las hojas de los árboles

* Palegg: en noruego, cualquier cosa que le pongas al pan

* Mangata: en sueco, el reflejo de la luna, como un camino, en el agua

* Kilig: en tágalo, la sensación de tener mariposas revoloteando en el estomago

* Tsondoku: en japonés, comprar un libro, no leerlo, y dejarlo apilado sobre otros libros no leídos

* Forelsket: en noruego, la euforia indescriptible que experimentas cuando te enamoras

Maldito escalón



Tras abrirme la puerta me dijo ¿vienes a por un monopatín?. Ella los vendía en el portal de aquel viejo edificio, donde decidí que tenía que ser mía. Después de que un joven patinador me enseñara a manejar el trasto, regresé dispuesto a asombrarla con mis habilidades sobre ruedas. Cuando estaba en lo mejor de la demostración, aquel maldito escalón me proporcionó un batacazo estrepitoso, doloroso y humillante. Mi gozo hubiera caído en un pozo, si no fuera porque en su casa curo mis heridas...

Nueva Política


Era uno de esos días en los que todo parecía volverse del revés, una tarde anodina con el cielo oscuro y la calle llena de gente que pulula sin cesar, que se cruza frenéticamente sin saber muy bien dónde va, pero haciéndolo deprisa, por si acaso.

En el interior de unos grandes almacenes, los más grandes del centro de la ciudad, el ambiente no era más relajado, sino más bien al contrario. La clientela entraba y salía del edificio sin descanso como si no hubiera otro día para comprar cualquier cosa, y el ambiente consumista embriagaba a nada que fueras un poco sensible.

Las escaleras automáticas estaban colapsadas por todo tipo de clientes y curiosos que subían y bajaban sin descanso, organizándose incluso pequeños barullos arriba y abajo, para desesperación de los que estaban en la cola y satisfacción de los responsables del centro.

Solo unos pocos saben cómo evitar esa situación utilizando los ascensores del fondo, ubicados en el último rincón de cada planta, junto a los baños, escondidos para la mayoría, y recurso típico de listillos y discapacitados.

Y allí estaban esperando el ascensor en la primera planta de aquel centro comercial abarrotado un viejo orondo y un joven piltrafa. Ambos se miraron de reojo, quizás curiosos por la diferencia radical de aspecto físico, quizás desconfiados por estar solos en un lugar con tanta gente, o quizás prudentes ante la sensación común de que no tenían nada que compartir.

Y pasó lo que tenía que pasar. El ascensor llegó y ambos subieron en él, solos. El viejo orondo le dio al botón de la cuarta planta, mientras el joven piltrafa pulso el de la sexta. Ya al empezar a subir, el elevador hizo un quiebro raro acompañado de un sonido sospechoso; pero cuando estaba entre la segunda y la tercera planta, se paró en seco dando un pequeño bote que asustó a ambos pasajeros. Y allí se quedó.

El joven piltrafa dejó de mirar su teléfono móvil por un momento y comenzó a pulsar los botones del ascensor compulsivamente. Mientras tanto, el viejo orondo sacó su teléfono móvil con tranquilidad del bolsillo e intentó hacer una llamada. Pero todo resultó inútil, ni había cobertura para los móviles, ni funcionaba absolutamente ninguno de los botones del elevador, y mucho menos el clásico con una alarma.

-Pues vaya caraja. Dijo el joven piltrafa.

-No sé que quieres decir, pero tenemos un problema. Susurró el viejo orondo.

Fue entonces cuando comenzaron a caer en serio el uno en el otro. Ambos hicieron el típico recorrido visual de su oponente de pies a cabeza, sin ningún disimulo; y ambos mostraron cierta incomodidad con el compañero de viaje que les había tocado en suerte.

El joven piltrafa decidió entonces sobreponerse y responder con cierta altivez ante aquella mirada del viejo orondo que le había parecido que desprendía cierto grado de despreció.

-Pues aquí donde me ve, soy concejal del Ayuntamiento. Ya sé que puedo no parecerlo, pero lo soy, y me voy a encargar de que inspeccionen estas instalaciones por falta de seguridad, y si hay que cerrar el centro comercial, pues se cierra.

-Pues no lo pareces, no. Más bien pareces uno de esos jóvenes antisistema que tanta guerra  están dando últimamente. Pero claro, es la nueva política...

-Pues si -respondió airado el joven piltrafa- pero parece que ha quedado claro que se puede ser antisistema y representar a los ciudadanos en las instituciones...

-Ya veo, ya veo... -contestó el viejo orondo- aunque en otros tiempos eso era de otra manera. Entonces se exigía un poco de respeto y algo de decencia para estar en esas instituciones de las que hablas.

-Y así nos iba. Entonces estábamos dirigidos por la oligarquía, y el pueblo no podía ni respirar. Pero las cosas van a cambiar definitivamente... se van a enterar los responsables de este centro comercial, quizás pida a mi colega de urbanismo el cierre cautelar por irregularidades en la construcción...

-Tranquilo chaval, que solo se ha estropeado el ascensor, y seguro que enseguida vienen a rescatarnos.

-Ya, pero mientras tanto, aquí estamos encerrados y agobiados. Mientras los dueños del centro hacen caja sin parar a costa del puñetero consumismo. Desde luego que esto hay que cambiarlo, y lo cambiaremos. Necesitamos una sociedad más justa y equilibrada, necesitamos progresar y romper con las viejas costumbres, necesitamos evolucionar...

-Claro, yo pensaba lo mismo cuando era joven, y por eso me metí también en política. Llegue a ser diputado en varias legislaturas y desde allí algo cambias, pero poco... después acabé montando mi propia empresa, y aquí estoy contigo en este ascensor averiado.

-Lo que pasa es que con la vieja política apenas se legislaba para el pueblo. Todo se hacía pensando en los oligarcas, y me temo que usted era, o es, uno de ellos. Esto tiene que acabar, y por fin ha llegado la hora del gobierno del pueblo.

-Está bien, no pienso llevarte más la contraria, pero relájate, que parece que te estás alterando.

-Como no me voy a alterar. Estoy aquí encerrado con un viejo orondo que piensa que soy un joven piltrafa, y no sé cuando nos van a rescatar. No sé si llegaré a la Asamblea de nuestro grupo, y para coña, usted intenta darme lecciones. Y todo porque una empresa que se forra a base de los pobres consumidores no mantiene las más mínimas normas de seguridad. Definitivamente voy a hacer que les cierren.

-Vale, vale... tú mismo... Oye ¿y tú?, ¿qué hacías aquí a estas horas?

-Pues nada, venía a comprarle un regalo a mi hermanita, que es su cumpleaños y también tiene derecho.