El moribundo sabrosón



Grupo del Taller de Escritura Creativa Fuentetaja

Pepa Cano
Arturo Cuervo
Rosa Estefanía Díez
María Ujue González
Beatriz Marín
Sonia Martínez
Susana Muñoz
Ismael Núñez
Luis Rivera


(Ismael)
     
Había pasado la noche entre gritos, risas y conversaciones honestas. El mundo daba vueltas a mi alrededor. No sabía dónde estaba. O tal vez lo había olvidado. Como había olvidado si era hombre o mujer, palomo cojo o varonil semental, lasciva o mojigata; negro, blanca, chino, alienígena… Tal vez era Dios, tenía coño y estaba así de puesto porque había comprado una colonia de humanos defectuosa y la tienda no admitía cambios ni devoluciones. Al parecer, la tierra en la que venían estaba muy usada: y ahí podría estar el problema.

Pienso en todo esto cuando reconozco mi casa, abandonada en medio de una calle que no recuerdo haber visto nunca. Es mi casa, seguro. Así que es mi calle. Por lo tanto, he vuelto a beber demasiado, pienso mientras rayo la cerradura de mi puerta con las llaves. ¿Cuándo he subido las escaleras? ¿Por qué me duele tanto la pierna? ¿Esta mancha de mi camisa es sangre? Ah. No. Es granadina. Asquerosa granadina. Solo combino con granadina cuando voy más pedo y creo que lo hago porque odio su sabor, odio sus recuerdos y cuando me atacan viciosos al tacto viscoso del líquido en mi lengua, trato de ahogarlos más y más para que no vuelvan. Me prometo no tocar un vaso de tubo en unos días (mentira) mientras empujo la puerta y lo que veo me devuelve la consciencia: la casa está revuelta. Alguien ha entrado, ha rebuscado en mis cosas y se ha ido. Lo extraño es que también ha dejado ropa que no era mía.

Por el suelo hay calzoncillos, camisas, vestidos de fiesta, tangas, pajaritas, una americana beige, pantalones de pinzas, minifaldas con volantes, dos trajes de sevillana (uno rojo; el otro, verde), una cazadora de cuero con tachuelas y en la espalda impreso Boys will be boys y un montón de opciones más para mi fondo de armario. Reconozco algunas, otras no. Me siento en el suelo y cojo entre mis manos una peineta rosa de plástico cutre (no tengo claro si es mía) cuando oigo un ruido. Creo que hay alguien en la cocina.

(Rosa E)

—¡Joder mamá! Casi me matas de un susto. ¿Cuándo has llegado del pueblo?

Mi madre se apoya en la puerta de la cocina y me mira fijamente, sin responder. Sus labios dibujan una sonrisa que desmienten sus ojos. Dilatados, furiosos. Ojos de cartilla de notas y de jarrón familiar hecho añicos. Maldigo el día que sucumbí a sus reproches y dejé una llave de mi casa en su bolso junto con una nota de disculpa por olvidar su visita y hacerla esperar en el rellano de la escalera durante horas. "Idiota, eres idiota" me grito con rabia silenciosa.

Trato de disimular el mareo que confunde mi verticalidad y convierte a mi madre en un punto lejano, difuso y oscilante. Me acerco despacio y le doy un beso tibio en la mejilla ardiente.

—¿A qué hueles? —me dice, retirando la cara con un gesto seco— ¡Vienes borracho! —añade.
Mamá, la adivina, pienso confusamente.

Me encojo de hombros. La conversación va a ser difícil. Es obvio que no va a fluir y yo sólo puedo pensar en la cama deshecha que atisbo a través de la puerta entreabierta de mi habitación y en la peineta rosa que mantengo encerrada entre los dedos de mi mano derecha.

—¿ Por qué has vaciado mi armario?—pregunto, sin querer.

(Ujue)

Como cada vez que se siente injustamente acusada, mi madre enarca las cejas e inclina la cabeza levemente hacia atrás, en un ademán todavía orgulloso a pesar de las palizas y los años, al tiempo que me espeta con desdén:

—¿Y para qué iba yo a vaciar tu armario?

Trago saliva y aparto la mirada, avergonzado. Mi cerebro vacilante se puebla de imágenes mil veces reproducidas de mi madre golpeada, jurando mil veces que ella no lo había hecho con las cejas levantadas y la cabeza ladeada, de mi madre salpicada de sangre y granadina apretando los labios y agarrándose a su gesto de gran agraviada, y trato de contenerlas apretando con fuerza los puños. Las púas de la peineta se clavan en la palma de la mano, y dejo que el dolor lo invada todo.

Vuelvo a mirar a mi madre y trato de entender qué hace aquí. ¿Qué día es hoy? Esbozos del pasado reciente y del futuro próximo se abren paso, a duras penas, entre el cansancio y la resaca. ¿Cuántos días hace que terminamos el rodaje de la película? ¡La boda de mi hermana, este fin de semana! Para congraciarme con mi madre, aparento interés por el acontecimiento:

—¿Qué tal Luisa, muy nerviosa?

Mamá, que ha vuelto a trajinar por la cocina, sale con una taza de café que coloca sobre la mesa y, mientras la señala, responde con desgana:

—Lo normal. Yo he venido a buscar zapatos, que no encuentro por ningún lado. Y de paso, a ayudarte a comprar un traje decente, que seguro que no tienes.

Ya, mamá la adivina. Por otro lado, tal vez debiéramos empezar por establecer la definición de un traje decente, me callo prudentemente.

—A tu padre le gustaría que, por una vez, no dieras la nota—remata.

(Susana)

La nota, sí, la nota… la nota no la daría el traje, sino la cara del novio cuando me viera. A mí y a mi acompañante. Y a sus manos de colibrí.

No en vano había entrado en este lamentable estado en su despedida de soltero. ¿Cómo narices se unieron todos los miembros del rodaje?. ¿Cómo acabó el colibrí en las garras del gran buitre? Lo que no podía pasar es que mi hermana se enterara, no soportaría otros cuernos. Aunque buena es mi hermana para vengarse. Sé de un concejal que aún sueña en rosa furia.

—Mamá, necesito una ducha y caer de bruces en la cama…

—Sí, será mejor que hagas eso antes de que tenga que llevarte a rastras yo misma, ya he visto suficiente. Además, las tiendas ya habrán abierto. Vendré por la tarde a buscarte para que te pruebes el dichoso traje… y recoge todo esto, tienes el piso asqueroso…

—Claro, mamá — balbuceé. Todavía no entendía cómo aquellos trapos habían llegado a inundar mi ratonera.

Pequeños riachuelos rojos se mezclaban con el agua de la ducha, con mis fluidos estomacales y mis pensamientos… neones rojos como la granadina inundaban mi cabeza para traerme la visión de mi futuro cuñado y la gran María, el pequeño tatuaje en forma de colibrí revoloteando en la cremallera de los pantalones de él. Las manos de él en las nalgas de ella, las lenguas de ambos danzando en un lascivo encuentro. Y yo, huyendo de allí para hundirme en la barra y envenenarme con granadina.

Siento una presencia en el baño. Estoy paranoico. Me laten las sienes y oigo ruidos. Pero no, de repente siento su piel contra la mía, unos labios suaves en mi espalda, y unos brazos como alas de mariposa rodean mi cintura. Abro los ojos. Y ahí, junto a mi ombligo, está el colibrí.

Me mareo, pierdo el equilibrio, mientras cientos de imágenes se agolpan en mi cerebro, María vestida de flamenca, de rojo y de verde, con peineta rosa, y de cuero, ¡corten! Ha sido buena… “podemos dejar todo esto en mi casa”, recuerdo que dije, pero solo por ella, por que estaba loco por ella, y se había comprometido a acompañarme a la boda de mi hermana…

(Arturo)

Deseaba que me acompañara, a la boda de mi hermana y a muchas otras cosas..., me tenía loco, apijotado diría yo... Se había incrustado en mi cabeza, en mis entrañas, y supongo que en mi corazón, eso suponiendo que yo tenga corazón y lo encuentre...

Había desatado mis más oscuros deseos, había destrozado mis previsiones de futuro inmediato, me había torcido el brazo en tonterías que ni yo mismo me creía, y me había hecho gozar como nadie en el catre... No recordaba una obsesión así, consumada tras aquel rodaje... Pero descubrir su affaire con el cabrón de mi futuro cuñado me había roto...

Pese a que la resaca se iba pasando y mis ideas parecían empezar a fluir de nuevo, todavía no tenía claro por dónde tirar... Lo único que tenía claro es que algo tenía que hacer, y no podía ser algo soso...

Tenía que ser algo total y espectacular, algo doloroso, algo ejemplar, algo justo, algo que lo rompiera todo para dejarlo todo igual, algo que no hiciera sufrir a mi hermanita, algo que tumbara sin piedad a mi futuro cuñado, algo que me permitiera mantener e incluso reforzar la tensión con mi ansiado colibrí, algo en lo que no hubiera sangre pero si mucha granadina inundándolo todo, algo de lo que mi madre, pobre, apenas se enterara, algo que me mantuviera vivo, algo que siendo escarmiento sonara a fiesta, algo fugaz, algo elegante y soez a un mismo tiempo, algo definitivo... Pero ¿qué....?

Ahora no podía pensar con claridad, porque mi madre y mi colibrí no se ponían muy de acuerdo en el traje que debería llevar a la puta boda... Pero una idea rondaba mi cabeza...

(Luis)

Me dirigí al chalet de Pitis, Alma Mater de mis años mozos, donde los ya resecos cofrades, lejos de haber reencaminado su vida por senderos matrimoniales, monjiles u otras lugares comunes de bendición social, se habían enrocado cual Leonidas y sus espartanos en aquella cueva de perdición. Allí los crápulas, y digo “crápulas” porque no existe palabra en castellano, ni en idioma indoario, ni camito-semitico, ni pollas en vinagre, que haga justicia a la más bestial degeneración, al ambiente de total degradación humana, moral y animal que allí se respira.

Permitidme una digresión intelectual en este punto de la historia. Existen tantas formas de degradación humana como animales de dos patas y todos tienen en común el dejarse llevar por la corriente de la desidia o el gusto hasta el extremo de olvidarse a sí mismo y a los demás. Existe, por otro lado, una degradación moral artística, daliniana, que se deleita en sí misma, que no se deja llevar sino que crea, inventa nuevas formas y estéticas de desdibujar lo humano hasta el punto de espantar a la más estólida bestia. Se mira en el espejo y se ríe a risotadas de su chispeante inventiva que rompe tabúes que ni siquiera existían. Los viciosos de este último género, al contrario que los de la primera clase (anacoretas que se refugian con el delirante objeto de su deseo en una esquina oscura, lejos de sí mismos y los demás) son siempre fraternales camaradas bohemios, artistas de pura cepa que viven, comparten y hacen compartir sus repelentes cochinadas. Sienten cual nuevos nazis, comunistas o caballeros templarios que han de llevar a la humanidad por un camino a una meta. Con la delicia añadida de que estos crápulas ya tienen en el camino, la meta y la dicha.

Es normal, al abrir la puerta del jardín del chalet que una bofetada de aromas exóticos te golpeen la tocha. El hachis es lo más banal, pero puede ser cualquier cosa, desde heroína hervida con arandanos, pasando por cagadas de cabra al peyote o feromonas de pata menstrual diluidas en granadina o amoniaco.

Los usos de tan variados cocteles también son varios: desde fumarlos en pipa o porro, inyectárselos directamente en vena o, en el caso de las feromonas, untárselas con una brocha en el culo al colega que yace inconsciente en una tumbona junto a la piscina. El bromista que suele llevar a cabo este último acto de corrupción suele ir acompañado por Tobías, el descomunal perro San Bernardo que no hace ascos a nada. Las aproximaciones perrunas de Tobías al desdichado tumbado en la hamaca despiertan al inconsciente entre gritos de horror, aullidos perruno-peruanos de lascivia desatada y las risotadas del resto de colegas. Suelen también participar cabras, gallinas, ovejas, incluso mandriles…. “Nunca digas de esta agua no beberé” es un lugar común que suele ser muy usado por los miembros de tan estoica sociedad.

Durante años he sido un orgulloso miembro de la Hermandad hasta el día en que conocí a Colibrí. Un día en el que estaba buscando edemas usados para una noche de lunes en el chalet. Andaba hurgando en el contenedor de depósitos orgánicos de la clínica, cuando aquel culito respingón embutido en aquel traje rojo, me hizo emerger de entre el montón de jeringuillas, pañales, gasas y guarrerías varias.

Mi Colibrí es una golfa rampante pero aún así, no deja de ser un ser una pequeña burguesa amantatada y acunada entre los placeres de Telemadrid, antena 3 y tele 5 y, como tal, no le gusta pasar ciertos horizontes lejanos tras los cuales, a eones de distancia, se encuentra la Hermandad del chalet.

Colibrí no es capaz de comprender la belleza de instituciones tales como el testiguismo de Jehova, el nazismo, el estalinismo, o lo que es lo mismo: el vivir entregado a una meta, una causa, cuanto más cuando dicha causa carece, como el Budismo, de un Dios visible y además suele conllevar tan distorsionadas intimidades.

Así es que con la linguata por los suelos, babeando la malsana pasión de amor, me desligué de mi modus vivendi de mi libertario modo de vida y me fui detrás del culito respingón de Colibrí.

Durante mucho tiempo eché de menos a los animalitos, los porros, los inyectables varios, las degeneraciones grupales, las bromas, los chascarrillos… a Tobías. Pero renegué de mi camino porque sabía que de no hacerlo, tarde o temprano acabaría poniéndole ladillas en las bragas a Colibrí, o la perseguiría enmascarado con un machete y en pelotas. Y es que cuando se vive rodeado de artistas tarde o temprano se acaba practicando arte.

Seguí frecuentando a los ilustres elementos del chalet tomando una caña con éste, fumando un porro con aquél, y me revolvía de ansia el brillo de liberación de sus ojos, los sagrados despiporres del todo vale, el sano modus vivendi nocturno de la más bizarra idea al poder. Aquello, aunque les destrozaba el hígado, los pulmones, las entrañas y que sé yo, les daba un singular brillo de liberación en los ojos, vivían en otra dimensión, en un Nirvana permanente.

De los miembros del chalet, a quien echaba especialmente de menos por su creatividad explosiva y sus geniales dotes de improvisación era a Rufo. Aún recuerdo aquella memorable mañana en la que ni Tobías era capaz de despertarnos y nos preparó unos batiditos de fresa con laxantes a tutiplén: ¡Joer, cómo nos espabiló a todos! ¡Qué mañana memorable de risotadas y carreras intempestuosas al baño! ¡Qué camaradería mientras compartíamos los retretes o la piscina! Recuerdo que el muy cachondo había derramado por todo el parqué algún líquido hiperdeslizante con lo que a menudo no llegábamos al baño y se nos salían las entrañas mientras resbalábamos hacia la alfombra de cachemira del salón.

Rufo era un gordezuelo y simpaticón mozo del norte asturiano, todo sonrosados michelines y ojos azules extremadamente abiertos como alucinando de que el mundo no fuera una perpetua orgía dirigida por Groucho Marx.

Si, el mismo Rufo que grababa en video subido a un poste y comiendo helado de fresa, nuestras idas y venidas del cuarto de baño, con esos ojos azules de borracho irlandés y esos flacidotes michelones. Él sería el Ave Fenix de mi venganza, mi redención y mi unión eterna con Colibrí.

(Pepa)

Quedaban dos días para la boda. Solo dos. Había llegado muy temprano a la casa familiar de Pitis. Tenía el plan nítidamente trazado en la cabeza. El reflejo oscilante de mi persona al borde de la piscina, limpia y preparada para el magno evento, me inquietaba. Tendría que esperar a mi santa madre y convencerla de que el chaqué era innecesario. Aun así me lo había puesto y allí estaba yo, madrugando cual pingüino desorientado que huye de la oscura y amenazante mancha de petróleo.

Me senté en una de las hamacas escuchando el vaivén de voces extranjeras trabajando en la carpa a juego con el blanco roto del flamante vestido de la novia. Una novia, mi pobre hermana, que no parecía importar en todo aquello. Pero en el fondo lo hacía por ella. No se merecía pese a ser tonta al gilipollas de mi futuro cuñado. Rememoré la breve conversación con Rufo escasas horas antes, entre la cotidiana mugre exquisita del chalé cercano. La mancha de petróleo avanzaba en mi mente inundándolo todo.

—¿Quieres?

—No, Rufo. Sabes que no bebo de eso antes de que se ponga el sol.

—¡Vaya con el primito! No creas que te hemos echado de menos.

—Yo sí, no te jode. Necesito un favor. Bueno, en realidad, son dos.

Rufo lleva varios días sin dormir y se le nota. Se ha duchado pero la suciedad se le escapa por el ojal de la camisa arrugada y el impenitente entrecejo.

—Suéltalo- Se sirve un poco más de Chivas.

—El primero es fácil. Tienes que ser tú quien filme la boda. Todo. Preparativos y desenlace incluidos. A tu estilo.

—Ningún problema. Salvo que tu queridísima madre tolere la presencia de un familiar tan desagradable.

—De eso me encargo yo. Tranquilo.

—¿Y el otro?
—Más delicado. Sé que sabes dónde está. —El colibrí aletea entre el petróleo, apenas puede respirar—. Todo este tiempo, desde que se marchó tras la última gorda en casa, lo has sabido.

Rufo me mira diluyendo el whisky desde sus ojos en mis venas.

—¿Qué quieres de él?

—Quiero que venga. Nada más. Que conozca al hijo de puta de su futuro yerno. Veremos qué dice entonces. Todo el asqueroso negocio familiar en manos tan sucias.

—¿Y tu madre? ¿No has pensado en ella?

Unos pasos cercanos me devuelven al inestable equilibrio al borde de la piscina. Somos dos sombras. Vaya si he pensado en ella, ahora tengo que convencerla de que me deje llevar mi traje de siempre. Y de que Rufo grabe la puerca boda.

(Bea)

—Pareces un pingüino.

Típico de mamá, ni siquiera cuando intentas complacerla, descuida una ocasión para insultarte.
Rebusco en mi cerebro confundido una forma de devolvérsela, pingüino, frialdad, su propia frigidez y la marcha de papá... Demasiado complicado... No lo entendería y de todas formas le tengo reservada una mucha mejor...

—Vendrá a la boda.

No precisa de más aclaraciones.

—Por encima de mi cadáver.

—Tú misma...

Mamá no acusa el golpe. Lo dicho, es tan inmune a la ironía, como al cariño, la decencia o el instinto maternal.

—Ya está invitado. Tiene derecho a saber con quién se casa su hija.

—¿Y yo? ¿No tengo derechos?

—Para mí no... Los perdiste aquella noche.

Mamá permanece en silencio. Ahora parece una niña enfurruñada, incapaz de responder al reproche de un adulto.

—La noche en que asesinaste a aquella mujer y a punto estuviste de acabar con la vida de tu esposo. -Es la primera vez que hablo de ello con nadie, ni siquiera mi hermana y yo volvimos a  mencionarlo.

—¡No aguantaba a más zorras! -Grita mamá fingiendo un sollozo, pero sé que por dentro permanece tranquila.

—Era él quien no te aguantaba a ti, tu egoísmo, tu frialdad. Por eso frecuentaba el club. Aquella pobre chica era una desconocida para él, una niña que vendía sus servicios a precio de saldo.

—Pues parecía estarlo pasando muy bien... Reía como una histérica, mientras tu padre se sacudía sobre ella, cantando borracho aquella canción estúpida.

“Sabrosón, qué rico sabrosón...” Hasta yo recordaba la tonada. La cantaba el viejo en las pocas ocasiones en que estaba contento y sus hijos le reíamos la gracia como no se ha vuelto a reír en esta casa.

—Va a venir te guste o no, madre. Y por cierto, Rufo también estará, le he pedido que grabe la boda.
El rictus de mamá es ahora una sonrisa invertida. Si pudiera sentir hacia ella algo distinto al odio, casi me daría lástima.

Me alejo sintiendo que ya le he hecho bastante daño por hoy, y sin embargo había algo más... De repente recuerdo.

—Y, por cierto, el chaqué.... -Digo con voz firme -No me lo pienso poner. Hasta luego, vieja.

(Sonia)

Aunque tenía el plan bien preparado, en el último momento dudé si debía confesarle todo a mi hermana. Sin embargo, ella nunca me habría creído, estaba tan enamorada del capullo ése… Nunca entenderé por qué a las tías les molan más los cabrones que los hombres como dios manda. No es que yo sea el tipo perfecto (dios me libre), pero soy más sincero y transparente de lo que me gustaría. Vamos, que soy un completo gilipollas, de ahí que me costara dios y ayuda montar el plan sin que nadie me descubriera (y mordiéndome la lengua para no gritar y contar todo a mi hermana).

Colibrí, después de todo, parecía ser como las demás. Y debía vengarme también de ella… Aunque si antes conseguía tirármela, mejor. ¡Que se jodiera!

Llegó el día. Me desperté con resaca y una extraña sensación, no exactamente mala, sino desconocida. Y es que por fin iba a hacer algo de lo que me sentiría verdaderamente orgulloso: yo y solo yo iba a convertirme en el salvador de la familia.  Un héroe, al fin y al cabo. Mi hermana me lo agradecería siempre (o eso esperaba yo, al menos cuando se le pasara el disgusto), mi madre dejaría de verme como un inútil, y mi padre… Bueno, mi padre me daría las gracias por haber sacado a Carlos, ese maldito cretino, de la familia. Porque para cretino, aunque lejos, ya le tenemos a él.

Me encontré media hora antes con Rufo en el parque. Se vistió con sus mejores galas, a saber: un pantalón de pana negro, que le quedaba pesquero y una camisa azul marino medio arrugada, un look rematado por una finísima corbata negra comprada en los chinos. Se había engominado el pelo y parecía un banquero rancio, o un gánster, que para el caso es lo mismo. Disfruté viendo cómo se acercaba y me descojoné en su cara.

—Hoy no te habrás metido nada, ¿no? —Pregunté, ajustándome mi chaqué—. Tienes que estar a tope grabando, ¡on fire, tronco! —reí alocadamente.

—Que sí, joder. Pero tienes que decirme quién es quién antes de nada —agregó Rufo, extremadamente sobrio, con una mirada temerosa que le hacía parecer un cachorrillo de ojos azules y gesto inofensivo.

—¿En serio? ¿Me estás vacilando? ¿Necesitas que te diga quién es quién en una boda? Jooooder— protesté, alargando la o de joder. —Anda, vamos yendo hacia la iglesia.

Los invitados se arremolinaban a la entrada de la parroquia de Santa María del Monte Carmelo, en la calle Ayala. Una boda de categoría en un barrio exquisito. Mi hermana no habría accedido a casarse de otra forma y cuando conoció a Carlos, perdió el culo por matrimoniarse con él. ¿No les habría valido con arrejuntarse como hacía todo el mundo? ¿Tanto miedo tenía de quedarse sola que cuando tan solo llevaban seis meses de relación anunciaron a bombo y platillo tan alocada noticia? A mí el maldito Carlos nunca me había dado buena espina…

Apareció radiante, vestido de chaqué, con su gesto apuesto tan bien estudiado, acompañado por su paciente madre. Rufo y yo mirábamos expectantes cuando me llamó el cura (“perdona, hijo, no serás tú el hermano de Luisa”), para preparar mi lectura de la carta del apóstol San Pedro a los Corinteos, o como se digan ésos. ¡Mierda! Lo había olvidado, pensé. ¿Y si en este momento viene Colibrí? La muy perra llegaba tarde, dijo que estaría diez minutos antes y me tenía sudando como un cerdo con el chaqué y con el tonto de Rufo. Si faltaba ella se nos jodía el plan.

Entré a toda leche en la parroquia con el cura pegado a mis talones caminando tan rápido que parecía ir dando saltitos bajo su sotana.

—Tranquilízate, hijo, todo va a salir bien. Como estés así cuando te toque leer, estamos apañados…

El viejo religioso me indicó dónde y en qué momento debía salir a leer. Le dije a todo que sí sin prestar atención, con la mirada puesta constantemente en la entrada de la iglesia, y cuando acabó salí corriendo hacia allí. Rufo estaba con Colibrí.

La guarrilla se había puesto su vestido rojo, ése tan corto, el que llevaba el día en que la conocí. Se había maquillado más de lo normal y había ido a la peluquería. Una oleada de calor me subió a las mejillas cuando nos dimos dos besos y pude oler su perfume barato y su aroma a hembra en celo. Me habría gustado ver la cara del hijo puta de mi cuñado al verla llegar. Lascivo, inmoral, denigrante, sucio y rastrero. Se iba a cagar. Una voz me sacó de mis pensamientos.

—Te veo un poco nervioso —me miró Colibrí seductora, esbozando una irónica sonrisa.

Lo malo es que en estas bodas (continué pensando, como si no hubiera oído nada), no se puede hacer como en las americanas, cuando preguntan si alguien tiene algo que decir que impida que se celebre la unión que lo diga en ese maldito momento o calle para siempre. En ésta, el plan era dejar que terminara la ceremonia religiosa y se dieran el ‘sí, quiero’, para luego ya en el banquete liarla bien parda. A la española, vaya. Que para divorciarse ya tendrían tiempo…

Después de tres eternos cuartos de hora, por fin llegó mi hermana.

(Ismael)

Guapísima. Iba guapísima, para qué mentir. Le ayudé a bajar del coche mientras Rufo grababa murmurando no sé qué de un plano Von Trier y se refregaba contra el suelo sudando. Era como si se hubiera tomado un speed a escondidas, menudo tío. Mi hermana nunca le prestaba atención, así que le dejé hacer para que ella tuviera al menos un recuerdo bonito del día de su boda. La pobre imbécil que iba a convertirse en una rica imbécil, y en una aún más rica imbécil tras el divorcio; pero el trago iba a ser malo, eso era verdad. Me cae algo mal, pero no deja de ser mi hermana. Necesito mostrar ese lado tierno de vez en cuando, a las chicas les gusta. Así que le tiendo la mano, le muestro mi mejor sonrisa y le ayudo a bajar mientras un obeso sudado se revuelca por el suelo a nuestro lado. Para que tenga el mejor recuerdo posible del día de su boda: su hermanito en chaqué.

—¿Chaqué?-casi está decepcionada.

—Estás muy guapa—y a mi respuesta añado un beso—. Te esperan.

Así avanza hastar el altar, yo leo una de Corinetos, el coro borda un Ave María y el cura los casa con escasa emoción. Mi madre ha llegado a soltar una lagrimilla, pero creo que es postureo. No hay nadie que quiera de verdad a mi cuñado. Mi padre aparecerá en el banquete, disfrazado de camarero o algo así, es lo que le mola; Colibrí aguarda fuera fumando cigarros en continuidad y Rufo está a punto de conseguir un Óscar al mejor director empastillado.

Ya se han casado. Empieza lo bueno.

Los crápulas de Pitis lo han preparado todo. Solo hay que sentarse y esperar el momento de actuar. Me preocupa un poco Rufo. No para de rodar primerísimos primeros planos de las bocas de los comensales. Lo curioso es que a los demás parece hacerle gracia. Se pasea con su olor a laxante acalorado por las mesas rompiendo los límites que marcan las distancias personales, tratando a todos como si fueran grandes amigos, y todos aplauden sus ocurrencias y su valiente dirección artística del asunto. Es algo que siempre he envidiado de Rufo. Tiene don de gentes.

Desde la mesa de los novios mi madre mantiene fija su mirada en mi. Es extraño. No parece preocupada. Sabe que va a pasar algo, espera a mi padre en cualquier momento, sirviéndole una copa de vino agrio o intentando algo más grave. Pero no hace nada. Solo me mira. Espera. Me deja hacer. Ni siquiera se extraña de que haya venido en chaqué.

Alguien grita la típica chorrada de las bodas. Los novios se levantan sonrientes y alzan sus copas agradeciendo la compañía interesada de los cientos de invitados. Es la señal. Me levanto y voy al baño, donde Colibrí ya me está esperando:

—¿Lista para vengarte de ese cabrón?

No le hace falta responder. Su mirada lo dice todo. Felina y salvaje, abre la puerta del baño de mujeres y se marcha contoneando ese culito respingón que desde el primer día, desde que trasteaba en aquel contenedor, me llevaba por el camino de la amargura y la locura. A su paso los hombres no pueden evitar perder el hilo de la conversación, ni las mujeres incorporar ese vestido rojo a la suya. Colibrí vuelve al salón y yo empiezó a ponerme la obra de alta costura que ha colado en los baños por mí.

Cling,cling,cling…

Un poco americano pero siempre funciona. El repicar de la copa es alguien pidiendo la voz y todo el salón calla buscando al solicitante. Pero no lo ven. Tras el escenario carraspeo:

—Quisiera proponer un brindis.

Y por fin salgo a la luz. Un “oh” que solo puede ser de admiración recorre las mesas y mi madre se lleva la mano a la cara. Mi hermana se levanta indignada, pero no llega a decir nada porque mi querido cuñado le pide que se tranquilice.

Me he puesto la cantidad exacta de maquillaje para no parecer un putón, pero el día es emocionante, me apetecía jugar y en los labios llevo un toque morado – púrpura que la gente se está preguntando si es rosa. Lo que si que es rosa es la peineta, que corona el pequeño y modesto moño que remata mi cabeza. Con un gesto de mi brazo el cuero de la chaqueta Boys Will be Boys cruje haciéndose presente. A pecho descubierto destaca más mi corbata verde limón que, si fuera extravagante, lo sería porque su tamaño recuerda a las de José María Carrascal. Podría no tener piernas y estar depositado sobre una alta mesa perfecta, pero no se sabe porque una falda ancha y larga hasta el suelo lo tapa todo. Sedosa, vaporosa y, esta sí, rosa. Ojalá se pudieran apreciar las zapatillas de baloncesto azules que rematan el conjunto. Un tanto ordinarias, pero la idea es fastidiar la boda, no debo ir absolutamente elegante.

Muestro mi copa y digo:

—Por los novios.

Derramo la copa. Me siento poderoso. Todo el banqueta en silencio, con sus ojos fijos en mí, desnudándome en cada gesto que hago. Solo se oye el líquido caer. Y cuando se vacía, la copa también cae, sigue la trayectoría del alcohol y se rompe como si fuera eso lo que suele hacer. Con naturalidad. Colibrí le da al play y a mi alrededor todo es música.

Comienzo a cantar:

—Sabrosón…sabrosón…qué rico sabrosón…

Me ahogo. Estoy mojado. Húmedo. La gente se ríe y la música se ha parado. El líquido es pegajoso. Joder. Estoy empapado de granadina ¡asquerosa granadina! Miro arriba y veo a alguno de los amigos drogadictos de Rufo, con cubos en las manos y descojonados. Busco a Rufo presa de la indignación y no tardo en verlo, está casi encima mía grabando como si no hubiera mañana. Le empujo para que enfoque hacia otro lado pero es más gordo que yo y la granadina me quita fuerzas. Es mi criptonita.

Me desmayo.

Despierto en mi cama. Todo está desagradablemente ordenado. La boca me sabe arena seca y sentada a mi lado está mi madre, vestida como la señora que es. En chandal.

—¿Qué haces aquí? —gruño.

—Cuidarte—parece contenta.

De repente me acuerdo.

—¡Se tienen que divorciar!

—Tranquilo—casi nunca me deja hablar—.Llevas un mes en cama.

—¿Un mes? —Esa no me la esperaba. Mi madre si que sabe sorprenderme.

—En cuanto me dijiste lo de tu padre, avisé a todos de que la ibas a liar.

—¿Y papá?

—No tiene cojones para volver.

Me duele la cabeza. Todo se siente demasiado claro. Demasiado vivo. Ya no estoy aturdido, ni confuso. Lo odio.

—¿Colibrí?

—¿Esa yonki? —Le ha hecho gracia que pregunte—. A saber, en cuanto hiciste el numerito la llevamos a la policía.

—¡Se ha liado con Carlos!¡Es un cerdo!

—Ya nos sabemos la historia. Estuvo toda la noche pidiéndole para un pico. Se refregó con él y el pobre no se la podía quitar de encima. Grabó un vídeo y todo.

Ahora al menos si que estoy confuso.

—¿Por qué?¿La granadina…?

—Bueno, cuando volviste con tus paranoias preboda pensamos que en vez de aplazarla de nuevo teníamos una oportunidad para desintoxicarte del todo.

Me acabo de dar cuenta de que mi madre se está limando las uñas. Como si se enfrentara a una tarea que lleva preparando tanto tiempo que es rutinaria. Se sopla la mano y me sonríe.

—Lo de la granadina fue cosa de Rufo. Insistía en que si utilizábamos algún elemento traumático el impacto nos daría más facilidades para tratarte. Yo pensaba que solo quería lucirse con efectos especiales de los suyos y tal, pero ¡vaya! Casi has estado un mes sin decir ni mú.

—¿Casi?

—Bueno, ya sabes, los típicos “quiero a mis colegas de Pitis”, “dame lo mío mamón”, o “o me pico o te rajo”, alucionaciones de maltratos y cascadas de granadina y esas cosas.

Me da un beso en la frente.

—Pero no ha sido nada comparado con lo que habíamos aguantado hasta ahora.

—¿Y ahora?-pregunto.

—¿Ahora?-Me acaricia la mejilla—. Pues ahora, rehabilitación y seguimiento cercano de los médicos.

Esta vez lo tenían preparado. Parece que han ganado ellos.

—¿Y mi ropa?

Mi madre separa su mano de mí, y vuelve a mirar la lima.

—Bueno. Dicen los médicos que para evitar recaídas debemos dejar que lleves lo que quieras.

Lo dice bajito, como quien informa de una derrota. Me permito sonreir. Algo es algo.

FIN