Secuestrado



Todo se ve mucho mejor desde la confortable habitación de un hotel de cuatro estrellas ubicado en el acomodado barrio de Chapinero, en el mismo centro de Bogotá... Sobre todo cuando apenas han pasado unas horas desde la salida del infierno que ha supuesto mi permanencia, contra mi voluntad y por un periodo de casi tres meses, en algún recóndito lugar de la selva amazónica colombiana, retenido por unos críos que apenas si sabían lo que hacían a las órdenes de unos descerebraos. 

Aquí estoy, roto, con el ánimo por el suelo, atendiendo a la gente que se preocupa por mi, desbordado por el cariño de los míos que han luchado por mi libertad, agradecido a todas las instancias oficiales y no oficiales que se han coordinado para conseguir que mi retención no cayera en el olvido, pero sobre todo, exultante por poder contarlo. 

No es fácil narrar una odisea de este tipo, y ya no por la brutalidad del trato que sufrí, ni por el sinsentido de los motivos que me han llevado a vivir una situación horrible, ni siquiera por la acumulación de despropósitos que se han ido sucediendo en todo este tiempo... Sino sobre todo, por la impotencia que produce no poder hacer nada para evitar dramas personales a la vez terribles e innecesarios que, cuando te tocan, se convierten en fuego. 

Todo empezó hace casi tres meses, cuando estando en Madrid, un colega colombiano con el que mantengo permanente relación, me escribió para contarme que había conseguido contactar con el lugarteniente de un oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que opera en una zona fronteriza con Venezuela, y que según me contó, tenía una visión muy particular sobre las negociaciones de esta organización con el Gobierno colombiano. 

Se trataba, sin duda, de una estupenda oportunidad para un reportero con "hambre" de aventura, que había escrito mucho sobre el particular desde el terreno y lejos de él, y que no estaba dispuesto a dejarla pasar. 

Así que, tras comunicarle mi determinación de acudir a una cita con el oficial mencionado a mi redactor jefe, que me apoyó con muchas reservas, y no contar mi intención a casi nadie de mi familia y entorno, para evitar preocupaciones innecesarias, reservé un billete a Bogotá, ciudad en la que me manejo con cierta soltura, tras más de media docena de viajes, casi todos por motivos profesionales.

Una vez aquí, y tras analizar la situación con mi colega local, Guido, que colabora como una especie de intermediario freelance con varios medios colombianos, tomé otro avión, más bien una desvencijada avioneta bimotor, que me acercó hasta la recóndita localidad de Puerto Carreño, capital del departamento de Vichada, ubicada justo en la frontera con Venezuela, a orillas del grandioso río Orinoco, y a las mismísimas puertas de la selva amazónica. 

Se trata de una zona que vive de la agricultura y la ganadería, pero sobre todo de la minería, donde se explotan minas de oro y plata de forma bastante rudimentaria. Comercian con lugares cercanos, y existe una especial conexión con Puerto Páez, una cercana ciudad del estado venezolano de Apure, que ofrece a los guerrilleros la posibilidad de pasar desapercibidos, entre una serie de resguardos indígenas gobernados a través de pautas y tradiciones culturales propias, y muy poco frecuentados por las autoridades locales. 

Nada más aterrizar en aquel viejo aeropuerto local, una extraña sensación de inquietud se apoderó de mí. El ambiente parecía cargado, y un olor mezcla de frescura vegetal y maleza quemada me hizo recordar momentos de mi infancia en la montaña cántabra, mientras observaba la precariedad de todo lo que nos rodeaba. 

Traté de recordar algunas imágenes de aquellas instalaciones publicadas algunos años atrás, cuando este aeropuerto fue punto de intercambio de rehenes entre la guerrilla y el Gobierno colombiano, pero no se parecían en nada con la realidad, más allá de ser una pista de asfalto construida casi en el medio de la selva. 

Allí me esperaba un grupo de hombres jóvenes, muy jóvenes, que apenas sin mediar palabra me trasladaron en un viejo Land Rover hasta el centro de la ciudad, teñida de miseria y paz al mismo tiempo. Una vez allí, me llevaron a un vetusto caserón, y sin poder hacer nada para remediarlo, me encerraron en una sencilla habitación, que tenía un pequeño ventanuco y esacasos muebles entre los que estaba incluido un camastro en el que pude descansar. 

Tras algunas horas confinado en aquel lugar, solo e incomunicado porque me habían arrebatado todas mis herramientas de trabajo, y sin que nadie acudiera a explicarme nada, empecé a preocuparme. Primero, porque cuando a alguien que suele estar hiperconectado, le privan de su teléfono móvil y su tableta, y permanece aislado sin remedio, le suele entrar ansiedad. Y segundo, porque aquello no se adaptaba en nada al plan previsto, y aún comprendiendo que esta forma de actuar es propia de gente fuera de la ley y necesitada de medidas de seguridad extremas para su supervivencia, aquello me empezaba a dar mala espina. 

No sé muy bien cuánto tiempo después, porque también me habían confiscado el reloj, uno de aquellos chavales que formó el comité de bienvenida en el aeropuerto, regresó junto a dos niños, y digo niños porque a buen seguro no superaban los quince o dieciséis años, y tras vendarme los ojos, me subieron a un vehículo que parecía un pick-up, para llevarme a un lugar lejano, recóndito y poco civilizado, a juzgar por los baches de aquel camino y el tiempo que duró el incómodo traslado. 

Privado de la visión durante todo el trayecto, me esforcé en agudizar el resto de mis sentidos, pero apenas pude apreciar sonidos más allá del motor del vehículo, que resultaba algo bronco y no parecía muy cuidado. Los olores eran sin embargo más intensos, aunque apenas si me ofrecían pistas para tratar de ubicarme. Más allá del hedor a diesel, pude sentir por momentos que estaba rodeado de frondosa vegetación, y en algún instante pude notar ese hedor que ofrece el agua encharcada, en la que algo está acercándose a la putrefacción. 

El caso es que finalmente llegamos a uno de esos campamentos que los guerrilleros suelen construir en lo más profundo de la selva amazónica, y que a pesar de mi dedicación a la materia en los últimos tiempos, jamás había llegado a ver con mis propios ojos. Y lo hice cuando me quitaron la venda para observar que aquello era mucho más triste y brutal de lo que me había imaginado. 

Inmediatamente, una cabaña de madera de clara factura manual se convirtió en mi nuevo lugar de encierro, y en ella permanecí hasta tres días antes de que alguien se dignara a hablar conmigo, más allá de contestar con poco más que monosílabos a las preguntas que les hacía de forma casi compulsiva cuando me traían algo de comer. 

Un buen día se sentó a interrogarme quien luego supe que era el contacto directo de Guido, el lugarteniente de un oficial que más adelante descubrí que todos llamaban Comandante Sergio, al que aquellos chicos que me custodiaban respetaban sobre manera, que sin duda era el máximo responsable de las FARC en aquella zona y que parecía tener una visión particular de la lucha armada. 

Aquel hombre, de mediana edad, parecía un tipo culto y al tanto de las cosas. Sabía mucho sobre mí, básicamente todo lo que aparece en Internet, pero sin duda se había molestado en investigar mi trayectoria profesional, e incluso sobre mi vida privada. Al principio estaba irritado, y no parecía tener ninguna intención de empatizar conmigo, pero poco a poco se fue relajando, a medida que yo respondía a su hostilidad con cierta tranquilidad e incluso una chispa de ironía. 

Mi interlocutor, del que nunca supe su nombre, trataba de conseguir cualquier cosa extraña, curiosa o destacada sobre mí, con el claro objetivo de informar a su Comandante. Si no era psicólogo, al menos tenía estudios sobre la materia, a juzgar por los giros y las maneras con las que me trataba, por los cambios de humor impostados con los que me sacudía, y por la forma de sonsacarme información que yo le iba ofreciendo a veces con facilidad y otras con medida resistencia. 

El caso es que aquella larga conversación dio para que él extrajera mucha información sobre mi, y yo apenas nada sobre él o sobre su Comandante, a pesar de que cuento con cierta habilidad para hacerlo tras una dilatada carrera como periodista. Apenas si acerté a entender que el Comandante Sergio era radicalmente opuesto a la negociación de la guerrilla con el Gobierno colombiano, que en aquella zona era como una especie de Dios al que todos seguían y respetaban, y algo curioso, que tenía una hija que vivía allí, con todos ellos, a la que adoraba pese a que parecía ser una muchacha díscola. 

Cinco días más pasaron tras aquel interrogatorio, y yo empecé a plantearme que tanto tiempo retenido se parecía más a un secuestro en toda regla, de los que acostumbraba a acometer esta gente, que a unas medidas extraordinarias de seguridad para con un periodista... Pero por el momento solo era una sospecha. 

Por fin, una mañana empecé a escuchar un tumulto fuera de la chabola, que no era sino el anuncio de que el Comandante Sergio había llegado. En esto, abrió bruscamente la puerta y me invitó amablemente a sentarme en una silla colocada justo frente a la que él ocupó, con una frágil mesa por el medio. Detrás de él se situaron dos hombres armados y con un aspecto muy marcial, cuyo único objetivo parecía que era intimidarme, si se comparaba con el aspecto bastante más desgarbado de la mayoría de los guerrilleros que pululaba por ahí. 

Un poco más atrás, tras el quicio de la puerta entreabierta, pude observar la figura de una joven, de entre 18 y 20 años, muy guapa, con rasgos indígenas y una vestimenta adecuada al entorno en el que nos encontrábamos. Me miraba fijamente con unos cautivadores ojos negros que emanaban entre curiosidad y tristeza. 

Tanto me sorprendió su presencia allí, más allá del profundo respeto que producía el Comandante, que no pude por menos que fijar mi mirada en ella, cosa que pareció molestar a mi interlocutor, quien se volvió lentamente para descubrir el motivo de mi despiste. 

Fue entonces cuando le gritó: 

-Largo de aquí, Carol. 

La joven desapareció inmediatamente y apenas si acerté a observar una breve mueca con sonrisa incluida de uno de los guerrilleros apostados junto a la puerta. El incidente sólo sirvió para que el Comandante Sergio endureciera su rostro, tras lo que me arrojó un cuaderno y un bolígrafo nuevos, con la clara intención de exigirme que apuntara todo lo que iba a decirme a continuación. Y fue entonces cuando comenzó su alegato, sin prácticamente dejarme hablar. 

Tras no menos de veinte minutos explicándome detalles de la revolución, de los ideales marxistas y leninistas y de la necesidad de la utilización de la fuerza armada, se esforzó en hacerme entender que el objetivo de la guerrilla es acabar con las desigualdades sociales, políticas y económicas, mediante el establecimiento de un Estado marxista-leninista y bolivariano, y en justificar la involucración de su grupo en negocios considerados ilegales como el robo, la extorsión, el secuestro, y el tráfico de armas, refiriéndose especialmente al narcotráfico y la minería ilícita, que constituyen su actividad principal en esta zona, y que definió como necesarios para obtener una imprescindible financiación con la que continuar su lucha. 

Después de escuchar toda esa diatriba, no pude por menos que ejercer como periodista, olvidando por momentos mi papel de secuestrado, y no sólo osé cortar el discurso de aquel hombre, sino que le hice alguna pregunta incómoda que consiguió contrariarle. 

-¿Porqué no apoya una negociación con el Gobierno que otro líderes de la Guerrilla si defienden? 

-Antes de negociar es necesario examinar el interés de la sociedad, examinar la democracia, para mirar qué transformaciones son necesarias. El Estado debe reflexionar, aprender a escuchar, y eso no puede ser so lo entre el las FARC y el Gobierno, sino con toda la sociedad. 

-¿Y no será que no se sienten preparados para entrar en la vida política sin las armas? 

-Muchos de nosotros empezamos esta causa sin las armas, tan solo vinculados a la lucha desde las comunidades, pero el Gobierno nos empujó a tomar las armas e impidió que fuera viable continuar haciendo política sin ellas. 

-Eso es victimismo... 

-Es la realidad, muchacho... 

Poco a poco, el tono de la conversación fue subiendo, y el rostro del Comandante se fue tensando, abandonando sus iniciales buenas maneras, pasando a elevar la voz más de lo habitual y llegando a intimidarme con gestos como golpear la mesa o levantarse de la silla por momentos. 

Enseguida descubrí que mi estrategia no era la más adecuada para mí seguridad, pero decidí mantener el tipo y, sosteniéndole la mirada, me encaré con él definitivamente. Fue cuando le pregunté: 

-¿Entonces esto es una entrevista o es que necesita a alguien que le escriba sus memorias? 

-No has entendido nada... me espetó. 

Y tras aquellas palabras, se levantó de la silla bastante airado y se marchó seguido por sus secuaces, que antes de abandonar el lugar me regalaron una mirada que decía algo así como... 

-La has cagado, amigo. 

Nunca más volví a ver al Comandante Sergio, que desapareció de la zona dejándome a buen recaudo de una veintena de hombres en aquel lugar en el que el tiempo comenzó a pasar más despacio de lo que hubiera deseado. 

A pesar de lo complicado de mi situación, la realidad fue que la ausencia del Comandante, de su lugarteniente, y hasta de algún oficial de mediana graduación, hizo que mi día a día mejorara y que se relajaran las medidas de seguridad. Apenas me encadenaban, cosa que sí ocurrió al principio, y en ocasiones me dejaban permanecer fuera de la chabola donde estaba encerrado, momento que aprovechaba para disfrutar del aire que olía a selva por todos los lados, y para observar todo lo que sucedía en el campamento, que no era mucho. 

Mi información sobre lo que acaecía en el mundo era mínima. No sabía si mi colega Guido había alertado de mi desaparición y si me estaban buscando; o si había decidido optar por la discreción. Ignoraba lo que sucedía en el mundo, porque por allí no había un mal aparato de radio al que aferrarse, o si existía, estaba vetado para mí. 

Mis días pasaban entre mis alterados pensamientos y mi desesperación, y yo permanecía aferrado a mi cuaderno que, por suerte, no me habían confiscado, y en él iba apuntando todo lo que se me ocurría a modo de diario, sin que nadie me dijera lo que tenía que escribir y sin que nadie leyera nunca lo que allí plasmaba. 

Pero aquel tedio se vio alterado con la llegada de Carol. La joven había logrado saltarse el pavor que el Comandante Sergio trasmitía a su gente, y había conseguido que hicieran la vista gorda, para poder hablar conmigo. Y ahí estaba ella, frente a mí, con sus preciosos ojos negros escudriñándome, descubriéndome cierta feminidad que se esforzaba por ocultar a los suyos, ofreciéndome un poco de complacencia y dispuesta a descubrir algo que fuera más allá de mi precaria situación. 

-Sé que esto tiene que ser duro para ti, pero es lo que hay... Me dijo.. 

-Pues muy agradable no es... Le contesté... 

-La vida aquí no es fácil, nos tienen acorralados, y tenemos que reaccionar de alguna manera. 

-¿Cómo?¿Asesinando y privando de libertad a inocentes? 

-A nadie le gusta todo esto, pero estamos abocados a ello. Tú pediste hablar con el Comandante Sergio, así que deberías haberle escuchado en vez de hacerle enfadar. 

-Claro que le escuché, pero creo que el también tenía que escucharme, en vez de intimidarme. 

-Él es así. Su vida no ha sido muy fácil, y mucho menos para mi, que soy su hija. 

Esa repentina confesión cambió el tono de nuestra charla, haciendo que bajara mi medida hostilidad. Poco a poco, conseguí hacerme con ella, hasta el punto de que me confesó, a riesgo de matarme si lo contaba, que no estaba muy de acuerdo con lo que allí pasaba, ni con la forma de gestionarlo todo de su progenitor. 

Me habló de su infancia, de sus miedos, de la dificultad de su situación allí, de su madre guerrillera muerta en una refriega con el Ejército colombiano, y de la radicalización de su padre a partir de ese momento. Me explicó sus deseos de conocer otros lugares, su reclusión allí con matices parecidos a la mía, su ambición por estudiar medicina y lo difícil que era vivir en un sitio así para una mujer. 

Pero también me preguntó por mi vida, mi trabajo, mis deseos, mis motivaciones... Hasta el punto de que aquella joven, consiguió envolverme... Y no sólo porque era lo único agradable que podía hallarse en aquel lugar... Sin embargo, tuve que reaccionar de repente, cuando un ruido de motor comenzó a escucharse en la lejanía, y ella salió de repente, no sin antes regalarme una tierna mirada y decirme... 

-Tengo que irme, pero volveré... 

Y de nuevo un tiempo indefinido por delante, ahora con mis pensamientos centrados en aquella joven que no sé si había enternecido mi corazón, o simplemente lo había cautivado. De nada me sirvieron mis preguntas e intentos de complicidad con los muchachos que me traían la comida. Nadie hablaba más de una docena de palabra seguidas conmigo, nadie salvo Carol, a la que esperaba cada día, por si decidía cumplir su palabra y volvía... 

Y así fue, aunque pasados muchos días, demasiados para alguien que solo hacía que esperar. Su llegada supuso una bomba para mí, por la manera, por el momento, por la intención... Apareció una madrugada, silenciosa, me despertó y me tapó la boca con su mano. Mi sorpresa se cruzó con su nerviosismo. Me pidió que me incorporará en silencio, y me arrastró fuera de la cabaña. Corrimos lo más sigilosamente que nos fue posible justo por donde ella me llevaba, esquivando milagrosamente a cualquier joven guerrillero de los muchos que andaban apostados por allí. 

Una vez fuera del campamento, corrimos y corrimos por la selva. Ella llevaba algo de comida y agua, además de un gran machete que en ocasiones utilizaba para abrirnos paso. Parecía saber muy bien dónde nos dirigíamos, aunque a veces algunas dudas complicaban el viaje. Tras algunas horas caminando sin parar, llegamos a la orilla de un inmenso río, que luego supe que era el gran Orinoco, y allí, los miembros de un resguardo indígena que Carol parecía conocía, nos dieron cobijo. 

Ambos estábamos destrozados de tanto correr por la selva y nerviosos de solo pensar qué nos pasaría si los compañeros guerrilleros de Carol nos encontraban; pero algo se había apoderado de nosotros y un hilo de pasión nos atrapó. 

Ni la cargada espesura de la vegetación que nos rodeaba, ni la certeza de que algún animal más o menos peligroso nos observaba, impidió que nos entregáramos el uno al otro, y que comenzáramos a acariciarnos lentamente mientras nuestros corazones se aceleraban. 

Éramos plenamente conscientes del lío en el que estábamos metidos, pero decidimos abandonarnos y amarnos a la luz de una pequeña hoguera que servía tanto para ahuyentar a las alimañas, como para iluminar nuestros movimientos pausados, acompasados, y teñidos de una sensualidad inusual en aquellas circunstancias. 

Los carnosos labios de Carol me hicieron temblar a su paso por buena parte de mi cuerpo, a la vez que el crepitar del fuego ahogaba el sonido de mi cada vez más profunda respiración. Tras aquellos momentos de pasión, un profundo sueño se apoderó de ambos, y nos hizo permanecer entrelazados toda la noche. 

A la mañana siguiente, tras despedirnos de los indígenas que nos habían acogido, tomamos una barca de madera y nos dirigimos río abajo, conducidos por la corriente, envueltos por una vegetación tupida, salvaje, brutal; con el sol fabricando potentes y extraños brillos sobre el agua, con el sonido producido por algunas aves inundando nuestros oídos. 

Pero aquella escapada duró poco, demasiado poco. Los guerrilleros dieron con nosotros tan solo un día después de nuestra huida. Nos persiguieron por la orilla del río hasta que no nos quedó más remedio que entregarnos. A Carol le gritaron sin parar mientras le advertían de la furia desatada de su padre. A mí me golpearon con la culata de un rifle hasta tres veces, en la boca del estómago, en la espalda, en la cara... hasta hacerme perder el conocimiento. Cuando desperté, estaba en la parte trasera de una pick-up, encadenado, solo, y roto por dentro y por fuera. 

Aquel episodio puso en riesgo mi vida y me condenó a permanecer varios días más en el más completo de los aislamientos. Nadie hablaba conmigo. Y nadie me daba cuenta de lo que había pasado con Carol, lo cual incrementaba mi desesperación. 

Algunas semanas después, un pequeño grupo de aquellos chavales me trasladó de regreso hasta Puerto Carreño, en cuyo aeropuerto me esperaba un avión militar. De vuelta a Bogotá, un oficial del Ejército me explicó con profusión buena parte de lo que había pasado en todo ese tiempo... que me habían estado buscando desde el primer momento, que mi secuestro se convirtió en noticia de portada diaria en España, que el presidente del Gobierno de Colombia había hecho de mi caso una causa política para acelerar el proceso de negociación, que el ministro de Asuntos Exteriores español había dirigido en todo momento el proceso de rescate, que me esperaban en Bogotá decenas de militares, políticos y periodistas... Pero nadie me dijo nada sobre Carol. 

No me resultaba muy creíble que el Comandante Sergio hubiera accedido a mi liberación, sin más, por motivos estratégicos, tras el mitin que me planteó criticando sin medida el proceso de negociación entre el Gobierno y la guerrilla. Tampoco parecía lógico que me liberaran tan fácilmente, sobre todo sabiendo que muchos secuestrados habían sido asesinados cruelmente solo por intentar escapar. 

Al llegar a Bogotá, todo el mundo se abalanzó sobre mi preguntándome por mi estado, por mi situación, por mis miserias, por mis recuerdos, por mis momentos, por mi futuro, por mis emociones... pero nadie me dijo una palabra de Carol, y claro, yo no la mencioné en ningún momento. 

Ahora, tras el fulgor del regreso, tras el esfuerzo de recordar y contar repetidamente algo que solo quisiera olvidar, tras el necesario sube y baja emocional, en la cómoda habitación de mi hotel, solo pienso en ella: en el castigo que podría haberle impuesto su agresivo progenitor, si tuvo algo que ver con mi liberación, si en algún momento conseguirá alcanzar sus sueños, si algún día volveré a verla, o si simplemente se la tragará la selva, esa selva amazónica y brutal en la que aprendí a amarla.


Zen



El ambiente era tranquilo, muy tranquilo... 

La luz era suave, muy suave, podríamos decir que tenue y bastante dispersa, con un tono caliente, como anaranjado, procedente de un solo foco, allá, escondido en el rincón y proyectado tímidamente hacia el techo... 

Las paredes estaban pintadas de un color blanquecino con un toque de crema, medianamente lisas, con una textura áspera e irregular, con un tono ni sucio ni limpio, casi vacías, sin apenas sujetar nada salvo un pequeño reloj y alguna pequeña grieta casi imperceptible...

El techo no era ni alto ni bajo, y estaba cruzado por unas vetustas vigas de madera que parecía olmo, teñidas de irregularidad, paralelas pero no del todo, equidistantes, pero no del todo, con apariencia de resistentes y resilientes... transmitiendo seguridad en cualquier caso...

La puerta era grande, voluminosa, pesada... rebosaba dureza e impenetrabilidad, y estaba aderezada con unos herrajes antiguos y chirriantes y un picaporte poco habitual... transmitía protección, proyectaba intimidad...

El suelo era también de madera, a base de tablas anchas y no muy regulares, con los lados algo levantados en algún caso, con esa mínima distancia entre tablas venida a más, que dejaba expandir la madera al pisar, provocando ese mínimo chirrido apenas audible, salvo en un silencio abrumador...

El aroma que presidía la sala era recogedor, quizás un poquito embriagante, con base de sándalo y muchos matices florales imposibles de identificar si no eres un experto en flores y no tienes amaestrada la pituitaria... en cualquier caso, contribuía a sedar los sentidos, incluso los no olfativos...

La temperatura era muy templada, suavemente impregnada de imperceptibles altibajos que deambulaban por el intraespacio... Nadie medianamente normal podría decir que tenía o había tenido frío o calor, solo pequeños escalofríos no se sabe si procedentes de dentro o de fuera de las entrañas...

El sonido era muy muy suave..., a veces chillón, a veces campanil, a veces aviolinado... pero siempre repetitivo, como armando un mantra, como creando continuidad, como esculpiendo el aire al modo en que las inclemencias del tiempo esculpen las rocas o las olas esculpen los acantilados... Y relajante, muy relajante...

Sobre el suelo una alfombra de lana sedosa y multicolor, y sobre ella, un colchón tipo futón, de esos que son a la vez duros y blandos, aislando perfectamente la temperatura del solado, con un color marrón muy sufrido y un tapizado de algodón de bastante gramaje, fuerte, resistente, algo áspero... con esa característica del futón japonés que hace que se adapte al cuerpo sin ambages...

Sobre el futón, algunos cojines duros thailandeses, de aquellos que se organizan, doblan y desdoblan triangularmente, para sentarte sobre ellos recto en posición yogui, para apoyar la cabeza, para reposar, para evadirte...

En una esquina, en concreto en la esquina sureste, como dando rienda suelta a un escasamente enarbolado feng shui, una cortina de tipo circular, exactamente un cuarto de círculo, colgada de una barra circular de forja, con unos generosos aros de madera, con una textura traslúcida de algodón fuerte, con una mínima greca dibujando algo... Y todo para tapar un escaso espacio en el que cambiar el hábito... en el que mudar los ropajes urbanos por un pijama liviano... En el que convertir la rigidez de la moda en soltura, en aire, en comodidad, en banalidad...

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Entras allí, observas, respiras, te imbuyes lentamente de todo lo que te rodea, mudas el hábito, sueltas los músculos de tus extremidades con movimientos lentamente convulsos, te sientas primero, despacio muy despacio, sobre el futón..., para luego recostarte, también lentamente... Estiras todas las partes de tu cuerpo todo lo posible... Y esperas...

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Entonces entra ella, en silencio, descalza y casi de puntillas, se recoge el pelo en una coleta improvisada, remanga los pantalones de su pijama, o kimono, o lo que sea eso..., se sitúa junto a tu oído de cuclillas y te susurra dulcemente... 

-¿Qué va a ser hoy...?

Y no te queda otra que contestar...

-Ya sabes... He venido aquí a recuperar lo que es mío...

Resignación


Aquella mañana el cielo estaba raro, había una neblina muy espesa, cosa poco habitual para una época entre post-primaveral y pre-veraniega, pero Marcos apenas si se fijó en ello, sumido en una especie de ensoñamiento extraño. 

El tráfico era espantoso, pero eso tampoco le sorprendía, acostumbrado a recorrer cada mañana un maldito, enrevesado y denso camino que le llevaba hasta su trabajo en un gran almacén de Logística en las afueras de la ciudad.

Una vez allí, aparcó, pasó por los vestuarios para embutirse en su uniforme de trabajo y se dirigió hasta su sección, un gran ala de aquel gran almacén en el que era responsable de un pequeño equipo de trabajo encargado de seleccionar, empaquetar, clasificar y enviar a una velocidad endiablada todo tipo de productos adquiridos on-line.

El entorno laboral era estresante, conformado a base de enormes estanterías repletas de productos... eso sí, en una nave gigante, con los techos inmensamente altos y los pasillos entre secciones exageradamente largos y estrechos... Cada operario gestionaba un ingente número de pedidos que él debía controlar e incluir en un sistema de gestión ubicado en una gran tablet de la que no se separaba ni un minuto... Cada mínimo paso debía quedar registrado en aras de la trazabilidad del envío, un concepto que a todos les había costado entender al principio, pero que finalmente incluyeron a fuego en su operativa laboral... Hasta aquí todo normal...

Al día siguiente, Marcos emprendió el mismo camino, pero en esta ocasión el cielo estaba claro, especialmente claro, sin una nube que atisbar en el horizonte... La carretera aparecía despejada, apenas sin coches deambulando por los carriles... Al llegar a su trabajo, esta vez con bastante tiempo de sobra, todo le pareció diferente... La gente estaba más jovial, todo estaba mejor iluminado, se respiraba mejor... Tras enfundarse su uniforme, que irradiaba limpieza y claridad, se dirigió hacia el almacén... Y una vez allí, descubrió que no había estanterías, ni grandes ni pequeñas... Y lo que era peor, no había paquetes... Todo estaba vacío. Las paredes ya no eran opacas, sino casi transparentes de la mitad para arriba, con lo que la luz del sol entraba a raudales y se reflejaba con estridencia en el blanco impoluto de las paredes de mitad para abajo. Sus colaboradores se desplazaban de aquí para allá en una especie de patines eléctricos, súper silenciosos, rápidos, limpios... Y su tableta ya no era la misma, ahora era flexible y el programa de gestión fluía de otra manera, como más suave, como más veloz...

Y llegó el día siguiente... La carretera no era tal, sino una especie de camino de cabras, con baches, roderas y barro, mucho barro... porque llovía sin parar, enfangándolo todo, provocando el caos, traduciendo una sensación de agobio que se metía hasta los huesos... Y llegó al parking, donde la cosa no estaba mejor... Los coches que el día anterior aparecían nuevos y relucientes, hoy lucían desordenados y decrépitos, como castigados por las inclemencias, como procedentes del infierno... En el interior de la nave todo era parecido. Se enfundó su sucio y roto uniforme, y se dirigió a su sección, donde el revuelo era la seña de identidad... Las grandes estanterías aparecían en esta ocasión desordenadas, tan desordenadas que nada parecía caber allí... Cartones y papeles por el suelo, ánimos por el suelo, suciedad mezcla de barro y grasa por el suelo, condiciones laborales por el suelo... Y para gestionar todo aquello, una carpeta y un bolígrafo bic destrozado, mordido, gastado...

Y un día más, en esta ocasión caluroso, sin una brizna de aire... el sol tostándolo todo desde por la mañana, dibujando una carretera en la que apenas se veía un centímetro de asfalto, y donde todo eran hierros y tubos de escape, con su correspondiente humo... A la llegada al centro logístico, el parking había desaparecido, estaba inundado de arena, enormes dunas de arena al más viejo estilo desértico. Marcos, como todos los demás, tuvo que aparcar fuera del perímetro de aquel desierto, en una irregular y árida cuneta abarrotada de los coches de sus compañeros... Al entrar en la nave, el hedor golpeaba la nariz, un ambiente cargado y repleto de humanidad lo invadía todo. Se puso su nuevo uniforme, muy suelto, gigante y vaporoso, y menos mal, porque si no podía morir abrasado en el intento... Y se dirigió a la nave... De nuevo las estanterías habían desaparecido, todo el material estaba reunido en forma de grandes montones en el suelo. Los grandes ventanales de la nave estaban abiertos, lo que hacía que entrara el sol a saco, y también una brisa abrasante, que lo tostaba todo... Sus colaboradores se escondían bajo un improvisado refugio construido a base de cartón, que les permitía sobrevivir a la calorina como podían... Y para gestionar los pedidos, un trozo de tela sobre la que marcar con el tinta indeleble las tórridas gestiones.

El día siguiente amaneció tormentoso, con rayos y truenos envolviéndolo todo... Y el siguiente todo estaba helado, con el frío traspasando las entrañas...

Marcos vivía todos estos cambios con normalidad, sin llegar a pensar en ellos, sin cuestionarse el origen, sin indagar en las consecuencias, sin llegar a acostumbrarse a ninguna de las condiciones más o menos adversas que se sucedían día tras día... Al fin y al cabo, una jornada laboral no daba para tanto... Y los pedidos tenían que salir, que era para lo que les pagaban a él y a sus operarios...

Había decidido no cuestionar nada y seguir adelante con lo que viniera... Adaptarse a las condiciones que quien fuera había impuesto para ese día, ya fueran meteorológicas, circulatorias, laborales o tecnológicas... 

Su decisión, o su no decisión, había sido la de superar lo que el día trajera, adaptarse a lo que la suerte provocara, imbuirse de lo que aconteciera..., y no rebelarse jamás por el desorden, por las burdas condiciones, por el humillante trajín...

Al fin y al cabo, no se trataba más que de una réplica de la vida... quizás exagerada, quizás brutal, quizás especialmente exasperante... pero una réplica, al fin y al cabo, del resto de su vida... Y pensaba en su esposa, y en sus hijos, y en el resto de la familia, suegra incluida, y en sus amigos, y en sus vecinos...

Marcos no lo sabía, pero estaba imbuido, traspasado, invadido y totalmente infiltrado por la resignación... Era un resignado, un componente más de una creciente masa de gente que dirigidos a saber por quién, estaba dominando el mundo.


¡¡¡Ayyy...!!!



-¡Ayyy!... puede usted estarse quieto y no aprovecharse...

-Señora, no es lo que parece, pero tiene que hacerse cargo de la situación.

-Qué asco... esto es insoportable...

-Pues a mi me parece divertido.

-Vaya por Dios, me ha tocado la gorda... lo que daría por estar en el lugar de aquel viejete... si, el que está junto a la maciza de la derecha... el hombre es muy bajito y su nariz queda prácticamente a la altura de su enorme pechera...

-Pues yo creo que el pobre está agobiado, parece que no puede ni respirar.

-Que va, mira su sonrisilla... otra cosa es aquel chaval, que se lo está pasando pipa restregándose con la madurita.

-¡Ayyy...!!! Oiga, ni se le ocurra volver a poner la mano ahí, que le voy a dar...

-Me va a decir usted cómo, si tiene sus brazos aprisionados.

-¡¡¡UUUUyyyhhh...!!! Lo siento, de verdad, créame que no se cómo evitarlo...

-Será cerdo... mira, vas a tener que relajarte, majete... que no estamos para tontunas...

-¡Mi niño...!!! que se ahoga... el pobre no puede respirar...

-Fíjate, ese crío si que sabe, tiene su cara a la altura del potorro de la morenaza... y su madre quejándose...

-Perdona, pero no es mi intención apretar por ahí... lo siento, de verdad... no sé cómo hacer para mantener la distancia.

-No te preocupes, me hago cargo, puedes pegarte a mi todo lo que quieras...

-Pero es un poco violento, no me gustaría que pensaras que...

-Te he dicho que no te preocupes... es más, podías intentar girarte un poquitín para quedar totalmente de frente a mi, que ahora me estás haciendo un poco de daño con tu cadera...

-Pero entonces quedaríamos demasiado...

-Te he dicho que te gires, coño, que va a ser mucho mejor, te lo digo yo...

-Oigan... noto la palma de una mano en mi nalga derecha... ¿quien de ustedes está maniobrando ahí abajo...?

-A mi que me registren, yo vengo con mi mujer...

-Ya... pero podrías ser tú perfectamente, que te conozco, que nunca te has cortado un pelo para estas cosas...

-Bueno... discutan lo que les parezca... pero esa mano sigue en mi culo y además, moviendo los deditos con un descaro pasmoso... ¿no será usted...?

-Pues va a ser que no jovencita, piense que a mi edad tengo una artrosis bastante atenuada...

-Pues si no es ninguno de estos señores, solo quedas tú, mona...

-Jo, lo siento, no pude resistirme...

-Vaya por Dios, ni se sabe la gente que hay aquí, y me tenía que tocar a mí la lesbiana...

-No proteste tanto señora... El caso es quejarse...

-¡Ayyy...!, mi niño, que ya no dice nada... Se habrá ahogado....?

-Que va... Seguro que está disfrutando un montón allí abajo...

-Este negro huele un poco raro, pero a cambio tiene algo por ahí abajo que parece fantástico, y está justo a la altura de mi trasero... No sé si chillar, callarme o intentar darme la vuelta...

-Déjese de vueltas jovencita, que puede que se descoloque todo y no me apetece frotarme con el negro de frente...

-Es usted un racista... Esta gente tiene derechos...

-Ya, pero yo prefiero los izquierdos... Así que al negro se lo traga usted... o sea, que ni se mueva...

-Mira aquellos dos... Se están dando el gran lote... Así, a lo tonto a lo tonto...

-O a lo listo, diría yo... Porque de no conocerse..., cómo se están poniendo...

-Parece mentira, en un lugar público y con tanta gente alrededor...

-Pues a mí me parece súper romántico... Que surja el amor en un sitio así de asqueroso no deja de ser bonito...

-Pues espero que se corten un poco... por el niño, y por los demás, que andamos aquí rozándonos con desconocidos...

-El niño ni se entera... el pobre está a lo suyo ahí abajo... Por cierto, no ha vuelto a protestar, o se ha ahogado, o le está gustando al pillín...

-Jooo... Estoy empezando a tener mucho calor... Y no veo la manera de quitarme ropa... Podías intentar desabrocharme los botones de la camisa...

-Me da un poco de vergüenza, no sé qué decirte...?

-Es que me asfixio, en serio... Mira a ver anda... Oye, que eso no son los botones de la camisa, sino los de mi pantalón vaquero...

-Ahhhh?... Es donde me coinciden las manos..., espera a ver... noto aquí una cosita muy durita...

-Relájate un poco, que la liamos... Una cosa era abrirme la camisa para refrescar y otra es este jueguecito... Que sabes que enseguida me pongo...

-Pero si llevas puesto un buen rato... Espera a ver... Tú disfruta, que nadie se va a enterar...

-Joder, como mola... pero para, anda, que la vamos a liar... Oye ten cuidado con el anillo, que me vas a arañar y no es plan...

-Como el anillo...? Pero si no llevo...!!!

-Entonces...?

-Mira la vieja... Parecía tonta y pulcra, y te está metiendo mano aprovechando la confusión... Quite la mano de ahí, vieja viciosa...

-Ufff...!!! Qué calor...

-El niño no respira... Pobre... Y el hombre aquel parece que tampoco, tiene la nariz aprisionada justo entre las tetas de la buenorra...

-Sigue, no pares ahora...

-Que no, que no soy yo... ¿A ver si la vieja se ha quitado el anillo...?

-Dejen de morrear hombre, que no somos de piedra...

-Pues tienes unas manos muy enérgicas para ser chica...

-Patapam...!!!

-Hala... todos descolocados... Ahora que nos habíamos acostumbrado a los que tenemos al lado...

-Patapamchinpum...!!!

-Tranquilos todos... Ya estamos aquí... Vamos a sacarles a todos con cuidado... Esto ha acabado...

-Vaya por Dios...!!!

-Por fin...!!!

-No, ahora no...!!!

- ¡Ayyy...!!!

Ayer y hoy



Aquel hombre parecía cansado, caminaba lentamente, como obnubilado, como perdido, como abandonado, como ensimismado... con la mente puesta en otro sitio, con el alma cedida al infinito, con su ser revocado, con su aura minimizada, con su entender perpetrado y su saber suspendido...

Aquel hombre, ya maduro, mantenía su identidad secuestrada, su experiencia rebosante y prisionera a la vez, su ánimo caído y entonado por ciclos, su realidad prolija e idealista siempre repleta de avidez, su ambiciosa creatividad tornada en desinterés... 

El innovador estaba seco, el impulsor parecía retraído, el optimista pensaba en negro, el creador sentía su cerebro vacuo, el soñador pisaba la tierra con fuerza inusitada, el progresista se agarraba a todo lo reaccionario, el revolucionario se sentía inmovilista, el decidido se mostraba abúlico... 

Aquel hombre todavía era responsable de diseño de una compañía líder en la fabricación de herramientas multiuso. Había aprendido el oficio en Suiza, donde había emigrado de joven, y allí había desarrollado toda su carrera profesional en Victorinox, la conocida marca que empezó fabricando cuchillos para el ejército suizo y acabó creando un imperio en torno a una pequeña navaja multiherramienta de la que fabricó decenas de modelos, buena parte de ellos diseñados por nuestro protagonista. 

Con el tiempo, fue fichado por una empresa de Albacete que compite seriamente con los suizos a base de novedades multiusos adaptadas a diferentes profesiones, países, identidades y culturas... Aquí, creo piezas maestras como la que aglutina herramientas cortantes en los dos mangos de un alicate de punta, que luego copió una multinacional norteamericana... O esa otra que juntaba en torno a un pequeño mango, hacha, martillo y alicate, además de los consabidos destornilladores y hojas cortantes varias... 

Pero sus épocas de gloria estaban acabando... Atrás quedaron apariciones estelares en grandes películas de aventuras de Hollywood, o en aquella conocida serie televisiva con MacGyver como protagonista; aún recordaba con gusto aquellas ventas marketinianas a unidades de élite de diversos ejércitos y fuerzas de seguridad, e incluso la presencia de uno de sus productos en una misión de la NASA, cuando el hombre empezó a conquistar el espacio... 

Ahora, aquel hombre estaba presionado, noqueado, comprimido, aplastado, exprimido... 

No es que su mente anduviera en blanco, no es que no fuera capaz de sacar lo mejor del lóbulo derecho de su cerebro, no es que el mundo se hubiera vuelto contra él y contra su potencialidad creadora, no es que sus neuronas se hubieran vuelto perezosas, no es que el tiempo estuviera haciendo mella en sus dotes innovadoras, no es que estuviera cansado, que lo estaba... Es que el mundo estaba cambiando... 

La competencia arrasaba, la modernidad arrasaba, el entorno arrasaba, el modelo de negocio arrasaba, el neuromarketing arrasaba, la globalización arrasaba, la simplicidad arrasaba, el pragmatismo arrasaba... Y sobre todo, las nuevas tecnologías en estado puro arrasaban... 

Nuestro hombre lo veía venir, pero poco... había incorporado determinadas innovaciones, pero demasiado tímidas... había hecho algunas apuestas, pero escasas... había realizado múltiples concesiones a la contemporaneidad, pero siempre insuficientes... 

De tal forma, que la incorporación a algunas de sus creaciones de un conector USB, de una micro grabadora o de un puntero láser, habían llegado tarde y mal... Y lejos de constituirse en innovaciones relevantes, se habían convertido en adaptaciones desesperadas, intentos vanos, actualizaciones erráticas, apuestas ridículas, negocios maltrechos, prestigio bajo mínimos... 

Así las cosas, en la compañía decidieron contratar a alguien más acorde con los tiempos, más joven, más locuaz, más veloz, más contundente, más adaptado a las nuevas tribus urbanas, más decidido, más imbuido de la cosa tecnológica, más hiper conectado, más moderno, más relacionado con el mundo actual, más pujante, más centrado, más eficaz... 

Se trataba de un joven millenial que se había formado en diversas universidades americanas y que, pese a su corta edad, acumulaba experiencia en compañías punteras como Google, Apple o Samsung... siempre en él área de innovación... Su misión: crear nuevos productos multiherramienta que permitieran hacer convivir las clásicas herramientas navajiles con otras más adaptadas a los tiempos, como conexiones Bluetooth, grabación de vídeo 4K, interacción con YouTube o láser cortante y punzante... y todo ello en el menor tamaño posible y a un precio razonable... 

Nuestro hombre estaba superado, aterrorizado, embargado, cohibido, triste, meditabundo, hundido... y no sabia que hacer... No sabía si tratar de imponerse o desaparecer, si intentar ningunear al joven o sucumbir ante él, si cuadrarse ante la dirección de la compañía o simplemente dimitir, si plantarle cara a todo o dejarse llevar, si luchar o navegar, si crecerse o abandonarse... 

Y es que, aunque desde la dirección de la empresa se lo habían sugerido e incluso exigido, era tan difícil hacer convivir lo viejo con lo nuevo, la tradición con la modernidad, lo de siempre con lo que viene, el ayer con el mañana, lo manual con lo etéreo, lo simple con lo simple basado en lo complejo... 

Nuestro hombre terminó por jubilarse, pero le quedaba una pequeña venganza... Mientras que él había desarrollado prácticamente toda su vida profesional en aquella compañía, creando, innovando, desarrollando... la velocidad de los tiempos haría que la vida profesional de aquel joven que le había sustituido, quizás fuera corta, muy corta, a lo peor, extremadamente corta... 

Aunque él ya no estaría ahí para verlo...

Un superhéroe en su salsa

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Magia magrebí



El Land Rover avanzaba rápidamente por la indómita pista que conducía hacia Ouarzazate, una ciudad del sur de Marruecos más conocida como "la puerta del desierto", y cercana a las montañas de la montaraz cordillera del Atlas. En su interior viajaban dos familias que formaban parte de un grupo de turistas, o viajeros, según como se mire, que compartían comitiva con otros tres vehículos todoterreno.

Junto a la ventanilla derecha de la parte de atrás de aquel bronco automóvil viajaba Alicia, una jovencita de apenas 19 años, cuyo lánguido rostro, mezcla de un toque infantil y una especie de tristeza interior, aderezadas con algo de aburrimiento; permanecía terso merced a unos ojos brillantes que llevaba muy abiertos, como escudriñando la cuneta a la vez que se solazaba con el impresionante horizonte, teñido de rojo por un atardecer de estos que cautivan.

Alicia permanecía aislada, disfrutando del paisaje y de aquel atardecer entre bote y bote, pero pensando en una docena de cosas que le alejaban de allí, y muchas de las cuales le hacían proyectar melancolía, una especia de aflicción de la que su padre, que viajaba en el asiento del copiloto, se había dado cuenta, pero sobre la que había decidido no actuar... al fin y al cabo estaban de vacaciones y la idea era disfrutar del momento y no sufrir con los problemas asociados al día a día en Granada.

Con esta tesitura como compañera de viaje, la comitiva llegó a la ciudad y se dirigió hacia el alojamiento que habían reservado. Se trataba del Riad Dar Ksar, un pequeño y lujoso hotel regentado por una familia local y ubicado en pleno centro de la ciudad, junto a una de las mezquitas principales cuyo minarete era el más alto, hasta el punto de servir para configurar el particular skyline de la apretada urbe.

Se trataba del hotel más bonito, exótico y autóctono de cuantos Alicia había conocido hasta el momento, y por eso desde que alcanzaron su fachada no había dejado de fisgarlo todo, hurgando con la mirada cada rincón y rebuscando en cada detalle que conformaba una recargada decoración, al más puro estilo bereber. También su pituitaria se dejó encandilar, y dedicó un tiempo a desencriptar una amalgama de olores que se agolpaban en el ambiente... Y eso por no hablar de los sonidos que llegaban a sus oídos con una mezcla de ecos y chirridos diferentes a todo lo que había escuchado hasta el momento... En fin, que Alicia tenía todos sus sentidos alerta, mucho más si cabe que cualquier otro foráneo de los que andaba por allí...

Entre tanto descubrimiento sensorial, Alicia había dejado de pensar en sus pequeños problemas cotidianos y permanecía alerta sobre todo con lo que se iba tropezando por ahí... Y fue justo en esa búsqueda de novedad cuando, durante la cena, reparó en Faatin, que en árabe significa "cautivante", y que era una joven sobrina de los dueños del Riad, que con solo 16 años ayudaba en los trabajos relacionados con la limpieza de las habitaciones y ocasionalmente servía a la hora de cenar o desayunar.

Faatin era realmente hermosa, con un bonito cuerpo siempre envuelto en ropajes que cubrían unas exquisitas curvas, y una tez oscura con unos impactantes ojos verdes, que hacían que su mirada fuera capaz de cautivar a cualquiera, haciendo honor a su nombre. Sin embargo, anclada en una mezcla de dulzura y sumisión, apenas si miraba fijamente a nadie, ya fuera por timidez, por autoprotección o simplemente por supervivencia... 

Pero con Alicia era distinto, sus miradas se habían entrelazado en diversas ocasiones, y apenas sin haber cruzado palabra, ambas habían notado una complicidad curiosa que estaba por eclosionar...

Así las cosas, y tras algunos escarceos sensoriales más o menos tímidos, la granadina terminó por recibir un misterioso mensaje de Faatin, escrito en un papel tipo estraza en el que le decía... "Esta noche, a las 12:00, en la terraza... pero nadie puede saberlo".

Alicia se sorprendió cuando leyó aquella misiva que le dejó entre dudosa y a la expectativa. Había notado mucha tristeza en la cara de aquella adolescente, sabía que algo extraño y no muy bueno podía estarle pasando, y atisbaba que iba a pedirle ayuda de una u otra forma, una ayuda que no estaba segura de saber cómo ofrecerle... Así que esperó con cierta impaciencia a que llegara el momento, y con todo el sigilo del que fue capaz trepó una vez llegada la media noche por las oscuras y empinadas escaleras que llevaban hacia la terraza.

Una vez allí, observó todo lo que había, que estaba protagonizado por tres largos tendales de los que colgaban todo tipo de ropajes, pero sobre todo, toallas y sábanas que conformaban una especie de cortinas irregulares que invitaban al juego, un juego que podría resultar especialmente mágico al estar todo el ambiente dominado por una gran luna llena que lo aclaraba todo ostensiblemente, y por aquel minarete que emergía con absoluto predominio por uno de los lados de la inhóspita terraza.

Alicia permanecía allí, disfrutando de aquel fascinante entorno mientras pasaba su mano sobre las ropas colgadas, cuando apareció Faatin, absolutamente sigilosa, tanto que pese a la espera, consiguió sobresaltar a la española.

Faatin pidió perdón a Alicia por el sobresalto, para invitarle a continuación a sentarse juntas sobre un montón de sábanas y toallas almacenadas en un gran cesto, que formaban una especie de camastro sobre el que se sentaron una frente a otra, con las piernas cruzadas e iluminadas por aquella luna que parecía embrujarlo todo.

Entonces, tras pedir disculpas por su osadía, la joven árabe comenzó a contarle a Alicia su pesaroso devenir, marcado por las terribles dificultades de ser mujer en aquel país, y centrado en su inminente compromiso matrimonial, pactado por sus padres, con el hijo de una familia acomodada, pero al que no amaba. Faatin relató detalladamente su pesar durante largo tiempo, destacando que no podía soportar estar con alguien al que apenas conocía y desde luego no quería, que también acudía obligado a ese matrimonio, y concluyendo que había decidido no acceder al deseo familiar, aunque no sabia de qué manera ser fiel a esa decisión.

La química entre las dos muchachas enseguida hizo reacción, y la conversación derivó hacia un cúmulo de preguntas y respuestas atropelladas plagadas de sorpresa, indignación, miedo, dolor, comprensión, compasión y despecho. En esto que, entregadas en esa euforia emocional e impregnadas por la calidez de la noche, descubrieron que estaban compartiendo un sentido que no habían advertido hasta el momento... El del tacto...

Alicia, por puro acercamiento hacia aquella nueva amiga, le había rozado la mano en algunas ocasiones, y además, había recogido con el dedo alguna lagrima fugaz que a Faatin se le había escapado en el transcurso de su relato... Estaban en esas, cuando tras un sollozo desconsolado de la árabe, la española se abalanzó sobre ella para abrazarla y sujetar de esta manera sus sentimientos desbocados. Un abrazo amistoso, que derivó sin saber muy bien cómo, en un beso de consuelo en la mejilla... tras el que, una vez juntas piel con piel, llegó un estremecimiento compartido que hizo que, de forma inusualmente instintiva, ambas deslizaran pausadamente su mejilla por la de la otra, hasta acoplar las comisuras de sus labios.

Una especie de sacudida se produjo entonces entre ambas muchachas... Y fue Alicia la que decidió traspasar la raya, besando muy suavemente a una Faatin petrificada en un primer momento, pero que supo reaccionar dando rienda suelta primero a sus labios, y luego a su lengua, que jugó húmeda y parsimoniosamente con la de la joven española, haciendo de aquel contacto algo inusitado y placentero a la vez... 

Así continuaron durante algunos minutos, tras los cuales, Alicia se decidió a desplazar su mano derecha por el cuerpo de la marroquí, primero sobre sus ropajes, y más tarde incrustándola entre ellos hasta tocar su cuerpo duro y algo áspero... Sus suaves dedos se pusieron entonces a la tarea de recorrer despacio y temblorosamente el tronco de Faatin, que por el momento permanecía inmóvil, sin apenas respirar, como petrificada, pero tornando su piel en gallinácea y sintiendo una especie de leves y deleitosas descargas a medida que las yemas se deslizaban siempre pausadamente de abajo arriba.

Cuando Alicia decidió llegar hasta los pechos de la magrebí, pudo sentir la turgencia de unos pezones que destacaban sobre unos senos no muy grandes, pero perfectamente dibujados... Y tras entretenerse por ahí algunos segundos comenzó a deslizar su mano, siempre lentamente, hacia las profundidades de un cuerpo que había visto cómo sus ropajes caían sedosamente, sin saber muy bien como.

Tras algunos segundos más, Faatin decidió salir pausadamente de su inmovilidad, envuelta en placer pero también en deseo, y sus morenos y rudos dedos comenzaron a explorar los mismos territorios de Alicia, en los que ella había flotado momentos antes, con parecidos movimientos, con idénticos recorridos...

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Jaweed era un crío muy alegre y algo travieso. Con solo nueve años, era el hijo pequeño de la familia propietaria del Riad, y le encantaba jugar, a pesar de que no le gustaba demasiado socializar con lo otros niños de su edad a los que consideraba muy aburridos. Su nuevo juguete consistía en una gran caja de madera en la que había instalado, a base de imaginación, un hábitat ideal para cuidar de unos nuevos e inéditos amigos: una docena de caracoles que había recogido días atrás, junto al arroyo que atraviesa la ciudad.

En la caja había de todo para la observación y disfrute de aquellos pequeños moluscos terrestres, desde turba para fijar el suelo, hasta hojas de acelga sobre las que deambular y yantar, pasando por piedras y pequeños troncos para dotar a dicho microcosmos del mayor realismo posible. Como la caja tenía ciertas dimensiones que la hacían poco manejable, Jaweed decidió ubicarla en la terraza, donde podría subir a testar la evolución de sus mascotas sin que nadie le molestara. 

El caso es que el chaval había aprendido, más por experiencia que por otra cosa, que aquellos animalillos permanecían prácticamente inmóviles durante el día, para salir de sus caparazones y avanzar, a su ritmo, pero avanzar y deambular al fin y al cabo, cuando la jornada se oscurecía... y por eso, casi cada noche salía a hurtadillas de su habitación para acudir a la terraza del edificio y recrearse con los flemáticos paseos nocturnos de aquellos bichos arrastrando su caparazón.

Pero esa noche, el objetivo de su curiosidad fue otro. Cuando accedió sigilosamente a la terraza, tal y como acostumbraba, escuchó un cuchicheo apenas imperceptible que captó su atención... Y así, escondido tras la tupida cortina de paños en forma de sábanas o toallas que pendían de aquel tendal, descubrió epatado los escarceos lujuriosos de aquellas jovencitas..., y el hecho de que una de ellas fuera su prima, a la que quería con locura hasta el punto de estar prendado de su acontecer, no hizo sino aumentar su pasmo hasta lo indescriptible.

No se sabe muy bien cuánto tiempo estuvo solazándose con lo que estaba viendo, pero lo cierto es que permaneció completamente inmóvil, hasta el punto de que solo aumentaba la apertura de sus ojos, y quizás de su boca, que por momentos notaba salivar, a medida que las jóvenes evolucionaban hacia territorios cada vez más tórridos.

El calor de la noche ayudaba a apreciar el espectáculo, la luminosidad de la noche hacía que sus protagonistas deslumbraran, el silencio de la noche sólo roto por algún que otro crepitar impactaba, y la belleza de las jóvenes en pleno devenir carnal, no hacía sino acentuar el morbo de una escena mágica que Jaweed empezaba a cuestionar que fuera real.

Y fue justo entonces, cuando un ensordecedor cántico lo envolvió todo... Se trataba de la primera llamada a la oración del día, que se produce alrededor de hora y media antes del amanecer, y que escupía decibelios por doquier desde unos potentes y estridentes altavoces situados en el minarete contiguo a la terraza del Riad...

El Al-adhan, como llaman por allí al cántico de la llamada a la oración, tiene como objetivo cambiar el foco de los sentidos mundanos y recordarnos que somos criaturas de Dios, al que debemos atención al menos unos minutos al día... Y vaya si captó la atención de los protagonistas y espectadores de platea de aquel ensordecedor y acongojante espectáculo...

Los caracoles, que pese a no tener oídos perciben perfectamente las vibraciones a través de su acuoso cuerpo, se replegaron en décimas de segundos poniéndose a buen recaudo dentro de su caparazón...

Alicia y Faatin, que en ese momento tomaban la cumbre de su ardiente momento, cuando se encontraban cuerpo contra cuerpo; entrelazando sus piernas como si de un lazo carnal se tratara; hincando muslo contra vulva; clavando los dedos en el cuerpo de la otra a modo de una zarpa que no está dispuesta a soltar su presa... quedaron petrificadas mientras su aliento pasó de borboteante a gélido por momentos.

Por su parte, Jaweed, al que el estruendo en forma de oración le pilló prendido de unas sábanas colgadas en el tendal, como para sujetar su amalgama de turbaciones, dio un salto hacia atrás provocado por el sobrecogimiento, que acabó dando al traste con los ropajes suspendidos y poniendo en clara evidencia su presencia allí... Vamos, pillado in fraganti en su infantil ejercicio de voyeurismo...

El transcurrir de aquella atronadora plegaria sujetó el reloj durante unos segundos interminables en los que todo se paralizó, en los que todo permaneció congelado pese a la calidez física y emocional de la situación, en los que ninguno de nuestros protagonistas sabía qué hacer, cómo reaccionar, en que agujero meterse... y la duda es... ¿Se rompió la magia del momento, o ese momento fue mágico...?


Ella



No era solo porque se tratara del día más triste del año, el tercer lunes del mes de Enero, resultado de una estúpida ecuación cuyos valores pasan por el clima, el nivel de deuda, el tiempo pasado desde la Navidad, el tiempo en el que fracasan nuestro propósitos de año nuevo y nuestra motivación; ni porque su ánimo estuviera por los suelos, a los niveles más bajos desde hace años; ni porque todo a su alrededor pareciera rancio, monótono, vetusto, sin gracia... Era por ella...

Sergio permanecía callado, pensativo, taciturno, malhumorado, mientras escudriñaba la estancia en la que languidecía... Se trataba de un gran salón en una vieja casa de campo, imbuida de desconsuelo... muebles de madera castellana recia, sofá y sillones de cuero raído, una lámpara de pié de forja torcida, una gran chimenea y sobre ella, una cabeza disecada de ciervo con unas astas gigantes que parecía observarlo todo... 

Y allí, inmóvil, sentado en uno de aquellos desvencijados sillones, con el polvo dominándolo todo, y sin perder de vista aquella cabeza de ciervo al que él mismo había dado caza varios años atrás,  Sergio se esforzaba por traer a su cabeza recuerdos de lo más variado, con el único fin de no recordarla a ella.

Pensaba en su niñez, y en uno de sus juegos preferidos, que consistía en la caza, cría y observación de caracoles... Le tranquilizaba recordar la parsimonia de aquellos animalillos, que avanzaban babeando sobre una hoja de lechuga depositada en una caja de cartón, y que apenas hacían nada en la vida salvo desplazarse lentamente y comer, para replegarse y esconderse en su cascarón si sentían alguna amenaza... Y recordaba su capacidad de reacción, especialmente cuando tocaba con la punta de su dedo el extremo de uno de sus cuernos, provocando su repliegue en milésimas de segundo, una agilidad que contrastaba con la dilación de todos sus movimientos.

Tanto llegó a apasionarle el devenir de aquellos moluscos terráqueos, que terminó estudiando  todo lo relacionado con la helicicultura, y con los años se convirtió en uno de los mayores expertos en la materia, llegando a construir la mayor granja de cría y engorde de caracoles del país, con la que obtuvo pingües beneficios, no solo con la carne caracol que distribuyó entre los mejores restaurantes del país, sino también con la cuantiosa baba de estos bichos que facilitaba a laboratorios de cosmética y con la venta de sus huevos, que recogía con paciencia para comercializarlos como "caviar blanco" a unos precios desorbitantes.

Antes de que ella se impusiera en su mente de nuevo, Sergio consiguió traer a su cabeza sus épocas de fiestero, sobretodo aquellos años en los que, ya de mozalbete, se desplazaba cada año a Pamplona por San Fermín para correr los encierros... Sin saber porqué, le había encontrado especial gusto a galopar frenéticamente con un pañuelo rojo al cuello, delante de aquellos enormes animales, soltando adrenalina por doquier al sentir cerca sus pitones. 

Sergio recordaba que todos los buenos corredores tenían miedo... y si alguno de ellos no sentía pavor al verse cerca de varios morlacos de 600 kilos sueltos, con aquella impresionante cornamenta por delante, es que era un inconsciente. Y la falta de consciencia no era un rasgo propio de un buen corredor. Sergio sabía que lo importante era controlar el pánico, y eso es lo que hacía... entonces, y ahora que no estaba ella.

Tanto se empapó de la cultura taurina, que con el tiempo hizo sus pinitos como matador, y como no le fue muy bien en la disciplina, tras algunos revolcones con cornada incluida, terminó abandonando para terminar creando su propia ganadería de toros bravos, con la que consiguió encaramarse en el negocio de la lidia, consiguiendo que algunos de sus astados fueran indultados en la Ventas, por nobles... De aquellas, vivió momentos de lujo, gloria y oropel, que compartió con ella... esa misma que ahora no estaba.

Y de esa manera regresaba ella a su memoria, ligada a los buenos momentos, envuelta en relumbrón, plena de una alegría que entonces le hizo disfrutar, pero que ahora le estaba llevando a la desesperación... y por eso tenía que alejarla de sus pensamientos...

Y para conseguirlo, siguió repasando los momentos más gloriosos de su devenir... como cuando, ya en su madurez, se convirtió en un amante de la cinegética... empezó abatiendo liebres y perdices, pero enseguida la caza menor se le hizo pequeña y se pasó al mundo de la caza de venados.

Puede parecer que es fácil cazar venados, pero son animales muy inteligentes, que  pueden sentir aromas y olores desde larga distancia, y los cazadores deben utilizar un montón de artimañas para pasar desapercibidos, como usar jabón sin perfume o no usar suavizante en la ropa.

Sergio llegó a convertirse en todo un experto en la caza del venado, que realizaba en batida, en montería o en rececho; aunque destacó especialmente en esta última modalidad de caza  selectiva, que busca abatir los venados con mayor trofeo, es decir, aquellos ejemplares que están ya en decadencia o muy próximos a la vejez, que se manifiesta en el tamaño de sus cuernas.

Y aquel, cuya cabeza embalsamada presidía su salón sobre la chimenea, había sido su mejor pieza, la más vetusta, la más admirada, la más difícil de abatir, la que contaba con una cornamenta más desmesurada...

Y allí estaba él, repanchingado en su vetusto sillón, apurando un vaso de whisky, amontonando colillas en un gran cenicero de barro, mirando de reojo aquella testa que sujetaba aquellas ramificadas cuernas y, tras haber tratado de evitarlo todo el tiempo, pensando en ella, aquella miserable a la que había dado todo y le había pagado así... 

Aquel hidalgo...



La nuestra es una era esencialmente trágica, y es por eso que solemos negarnos a tomarnos la vida trágicamente... y sino que se lo pregunten a Felix, aquel hidalgo moderno que tanto me hizo pensar en su momento, que conquistó mi curiosidad hasta límites obsesivos, que trasformó en cierta manera mi devenir, que consiguió cambiar en parte mi forma de ver la vida, que hizo que aprendiera a convertir lo fugaz en constancia y lo azaroso en sutil... y que hoy, tras muchos años, permanece en mi memoria como una lección de vida que sin duda reconfiguró mi concepción de la tragedia.

Esta historia, real por otra parte, sucedió a mediados de los años 80, bien pasadas tres décadas, momento en el que con la curiosidad a flor de piel yo no era más que un estudiante llegado desde provincias a la capital para estudiar una carrera universitaria, cosa que no mucha gente podía hacer con holgura económica en aquella época, de tal manera que acabe viviendo en una buhardilla de una vieja finca del centro de Madrid con otros estudiantes de mí misma condición, con los que compartía estrecheces y la búsqueda de soluciones más o menos ingeniosas para sobrevivir a las mismas.

El factor "comida" constituía entonces uno de los principales gastos, para el que encontramos algunas alternativas, entre las que sin duda destacó el descubrimiento de una "casa de comidas", que así se llamaba entonces a los restaurantes de batalla, y que se convirtió en uno de nuestros centros de referencia gastronómica, con ventajas muy por encima de los actuales restaurantes con "menú del día".

Aquel lugar se llamaba "Casa de Comidas Pez" y estaba, como no podía ser de otra manera, en la calle del Pez, una de las más emblemáticas del centro madrileño ya por aquella época. Aquello era un delirio de actividad y ambiente... Basaban su modelo de negocio en ofrecer comida muy barata, con tan solo primero, segundo y postre... con agua del grifo en jarra para beber y, por supuesto, ni hablar del café, que eso significaba sobremesa, y la idea era que te levantaras enseguida para dejar sitio a otros comensales.

Por un muy módico precio de 275 pesetas de la época, podías tomar un estupendo primer plato basado en verduras o legumbres en una buena cantidad y cocinadas en una gran perola, a modo de rancho militar... un segundo plato sin estridencias, básicamente pollo, cerdo o pescado, siempre con un poco de lechuga o patatas fritas frías... y una pieza de fruta como postre, y ni hablar de un típico dulce al uso como flan o natillas...

Pero si estrecho resultaba el menú, no lo era menos el entorno. Aquel local estaba conformado por grandes mesas rectangulares rodeadas de bancos sin respaldo si estos estaban contra la pared, y sillas de formas y materiales variados si se trataba del otro lado; por su puesto sin mantel, y con una característica hoy difícil de asimilar salvo en lugares postmodernos o comedores universitarios: allí, las mesas se compartían, o sea, que no ocupabas mesa, sino un puesto o lugar en la mesa.

A eso había que unirle un modo de pedir la comanda poco edificante, ya que nadie te daba una carta, sino que tenías que haber elegido antes de tomar asiento entres tres únicas opciones para cada uno de los platos, para cantárselo al camarero, que te respondía con bastante estridencia: "marchando uno de macarrones y otro de pollo con patatas...", para encontrarte con bastante inmediatez tu plato en la mesa, pero depositado de forma poco ortodoxa, o sea, como arrojado...

En medio de todo aquel caos, los estudiantes nos encontrábamos en nuestra salsa, compartiendo mesa cada día con alguien distinto, comentando la jugada en medio de un barullo ensordecedor, sintiendo que todo era efímero pero que formaba parte sin remedio de un día a día que nos correspondía, disfrutando de grandes cantidades de comida que llenaban nuestros estómagos a cambio de pequeñas cantidades de dinero...

Y en medio de ese caos de esa clientela, estaba Felix, un personaje que con toda seguridad hoy  encasillaríamos como algo muy parecido a un "friqui". Felix era un tipo adulto, es decir, sin ser anciano, tenía ese toque de madurez que dan los años y las experiencias vividas a lo largo de ellos... Cincuenta y tantos años diría yo, pero de aquella época en la que la gente parecía un poco más mayor... 

Se trataba de un tipo enjuto, con la cara muy, muy fina... Con una barba ni muy larga ni muy corta pero muy bien cuidada, de esas que los hipster utilizan ahora con asiduidad. Tenía la mirada triste pero cálida, los ojos caídos pero vivos todavía, el pelo absolutamente repeinado y la nuez y los nudillos de las manos muy prominentes. 

Vestía de forma muy elegante pero fuera de contexto, con ropa de calidad pero muy usada, hasta el punto de que tanto los cuellos como las mangas de sus camisas y chaquetas estaban normalmente raídas. En ocasiones llevaba accesorios como pañuelos o corbatas que denotaban unas formas auténticamente refinadas, más allá de lo sobadas que pudieran llegar a estar o de la falta de adecuación a la moda del momento. Eso por no hablar de su abrigo favorito, o casi único se podría decir, que cuando llegaba el invierno, llevaba cada día como si de un uniforme de batalla se tratara.

Pero lo que más me impresionaba eran sus ademanes. Tenía una formas cuidadosas, hasta melodiosas diría yo. Su forma de llegar y preguntar si la silla estaba libre me cautivaba hasta el punto de que cada día intentaba que hubiera una silla libre cerca de mi que intentaba custodiar para él sin que se notara demasiado. 

Tras preguntar de una forma hiper educada, tomaba asiento y posición con unas maneras que me impactaban. Doblaba cuidadosamente su abrigo por la parte del forro para colocarlo sin una arruga sobre el respaldo de la silla, se sentaba metiendo su trasero contra el respaldo de esa silla acentuando su posición erguida, colocaba los cubiertos que previamente le había lanzado el camarero con una precisión irreal en aquel lugar, doblaba la servilleta de papel justo por la mitad, como si de un trabajo de papiroflexia se tratara, y esperaba a que llegara el camarero para pedir su vianda, siempre por favor y con una leve sonrisa.

Cuando el camarero le arrojaba el plato en la mesa, sin inmutarse lo colocaba siempre exactamente en el centro de los cubiertos ya colocados, y tras santiguarse, cogía esos cubiertos con una delicadeza que me maravillaba para empezar a comer con una elegancia que obviamente contrastaba sobre manera con la forma en la que engullíamos la comida prácticamente todos los demás.

Apenas hablaba, pero no era antipático. Contestaba ante cualquier conversación que se producía más o menos sin sentido, pero sin dar excesivos detalles. Su conversación era culta, pero hacía falta rebuscar para encontrarla entre tanta tontería que allí se escuchaba. Nunca se convertía en protagonista de situación alguna, ni hablaba sobre su vida o sobre su obra y milagros, por mucho que algunos le interrogáramos en ocasiones.

Simplemente acudía allí, repetía su rutina, compartía comida con quien tocara y mantenía su tono triste sin perder nunca las formas. No puedo contar las veces que intenté sacarle de esa dinámica, provocarle para que variara sus modos, interrogarle para que explicara su vida, se explayara sobre su origen, expusiera su devenir... Y nunca llegue a conseguirlo...

Durante casi un año, a días alternos, deseaba acudir a comer a aquella "casa de comidas" en parte por necesidad, en parte por escudriñar a Felix, por tratar de entender en qué mundo vivía, de dónde procedía, cuál había sido su experiencia laboral, o creativa, o vital... Saber si tenía o había tenido familia, qué relación tenía con sus allegados...

Pero nada, fue imposible. Su hermetismo pudo con mi insistencia y mi pretendida habilidad para empatizar con la gente o sacar de ella lo más profundo. Solo entendí que aquel hombre había pasado por algo difícil, algo tremendo que solo él conocía...

Le di muchas vueltas a aquello, incluso cuando desapareció y sin saber cómo ni porqué, dejo de acudir... Nunca supe si huyó, si se suicidó, o simplemente decidió cambiar de rutina... y todo aquello me sirvió para pensar, para analizar y cuestionar todo lo humano, para tratar de comprenderme a mí mismo a través de aquel personaje...

Fue entonces cuando llegue a la conclusión de que la nuestra es una era esencialmente trágica, y es por eso que solemos negarnos a tomarnos la vida trágicamente...