Secuestrado



Todo se ve mucho mejor desde la confortable habitación de un hotel de cuatro estrellas ubicado en el acomodado barrio de Chapinero, en el mismo centro de Bogotá... Sobre todo cuando apenas han pasado unas horas desde la salida del infierno que ha supuesto mi permanencia, contra mi voluntad y por un periodo de casi tres meses, en algún recóndito lugar de la selva amazónica colombiana, retenido por unos críos que apenas si sabían lo que hacían a las órdenes de unos descerebraos. 

Aquí estoy, roto, con el ánimo por el suelo, atendiendo a la gente que se preocupa por mi, desbordado por el cariño de los míos que han luchado por mi libertad, agradecido a todas las instancias oficiales y no oficiales que se han coordinado para conseguir que mi retención no cayera en el olvido, pero sobre todo, exultante por poder contarlo. 

No es fácil narrar una odisea de este tipo, y ya no por la brutalidad del trato que sufrí, ni por el sinsentido de los motivos que me han llevado a vivir una situación horrible, ni siquiera por la acumulación de despropósitos que se han ido sucediendo en todo este tiempo... Sino sobre todo, por la impotencia que produce no poder hacer nada para evitar dramas personales a la vez terribles e innecesarios que, cuando te tocan, se convierten en fuego. 

Todo empezó hace casi tres meses, cuando estando en Madrid, un colega colombiano con el que mantengo permanente relación, me escribió para contarme que había conseguido contactar con el lugarteniente de un oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que opera en una zona fronteriza con Venezuela, y que según me contó, tenía una visión muy particular sobre las negociaciones de esta organización con el Gobierno colombiano. 

Se trataba, sin duda, de una estupenda oportunidad para un reportero con "hambre" de aventura, que había escrito mucho sobre el particular desde el terreno y lejos de él, y que no estaba dispuesto a dejarla pasar. 

Así que, tras comunicarle mi determinación de acudir a una cita con el oficial mencionado a mi redactor jefe, que me apoyó con muchas reservas, y no contar mi intención a casi nadie de mi familia y entorno, para evitar preocupaciones innecesarias, reservé un billete a Bogotá, ciudad en la que me manejo con cierta soltura, tras más de media docena de viajes, casi todos por motivos profesionales.

Una vez aquí, y tras analizar la situación con mi colega local, Guido, que colabora como una especie de intermediario freelance con varios medios colombianos, tomé otro avión, más bien una desvencijada avioneta bimotor, que me acercó hasta la recóndita localidad de Puerto Carreño, capital del departamento de Vichada, ubicada justo en la frontera con Venezuela, a orillas del grandioso río Orinoco, y a las mismísimas puertas de la selva amazónica. 

Se trata de una zona que vive de la agricultura y la ganadería, pero sobre todo de la minería, donde se explotan minas de oro y plata de forma bastante rudimentaria. Comercian con lugares cercanos, y existe una especial conexión con Puerto Páez, una cercana ciudad del estado venezolano de Apure, que ofrece a los guerrilleros la posibilidad de pasar desapercibidos, entre una serie de resguardos indígenas gobernados a través de pautas y tradiciones culturales propias, y muy poco frecuentados por las autoridades locales. 

Nada más aterrizar en aquel viejo aeropuerto local, una extraña sensación de inquietud se apoderó de mí. El ambiente parecía cargado, y un olor mezcla de frescura vegetal y maleza quemada me hizo recordar momentos de mi infancia en la montaña cántabra, mientras observaba la precariedad de todo lo que nos rodeaba. 

Traté de recordar algunas imágenes de aquellas instalaciones publicadas algunos años atrás, cuando este aeropuerto fue punto de intercambio de rehenes entre la guerrilla y el Gobierno colombiano, pero no se parecían en nada con la realidad, más allá de ser una pista de asfalto construida casi en el medio de la selva. 

Allí me esperaba un grupo de hombres jóvenes, muy jóvenes, que apenas sin mediar palabra me trasladaron en un viejo Land Rover hasta el centro de la ciudad, teñida de miseria y paz al mismo tiempo. Una vez allí, me llevaron a un vetusto caserón, y sin poder hacer nada para remediarlo, me encerraron en una sencilla habitación, que tenía un pequeño ventanuco y esacasos muebles entre los que estaba incluido un camastro en el que pude descansar. 

Tras algunas horas confinado en aquel lugar, solo e incomunicado porque me habían arrebatado todas mis herramientas de trabajo, y sin que nadie acudiera a explicarme nada, empecé a preocuparme. Primero, porque cuando a alguien que suele estar hiperconectado, le privan de su teléfono móvil y su tableta, y permanece aislado sin remedio, le suele entrar ansiedad. Y segundo, porque aquello no se adaptaba en nada al plan previsto, y aún comprendiendo que esta forma de actuar es propia de gente fuera de la ley y necesitada de medidas de seguridad extremas para su supervivencia, aquello me empezaba a dar mala espina. 

No sé muy bien cuánto tiempo después, porque también me habían confiscado el reloj, uno de aquellos chavales que formó el comité de bienvenida en el aeropuerto, regresó junto a dos niños, y digo niños porque a buen seguro no superaban los quince o dieciséis años, y tras vendarme los ojos, me subieron a un vehículo que parecía un pick-up, para llevarme a un lugar lejano, recóndito y poco civilizado, a juzgar por los baches de aquel camino y el tiempo que duró el incómodo traslado. 

Privado de la visión durante todo el trayecto, me esforcé en agudizar el resto de mis sentidos, pero apenas pude apreciar sonidos más allá del motor del vehículo, que resultaba algo bronco y no parecía muy cuidado. Los olores eran sin embargo más intensos, aunque apenas si me ofrecían pistas para tratar de ubicarme. Más allá del hedor a diesel, pude sentir por momentos que estaba rodeado de frondosa vegetación, y en algún instante pude notar ese hedor que ofrece el agua encharcada, en la que algo está acercándose a la putrefacción. 

El caso es que finalmente llegamos a uno de esos campamentos que los guerrilleros suelen construir en lo más profundo de la selva amazónica, y que a pesar de mi dedicación a la materia en los últimos tiempos, jamás había llegado a ver con mis propios ojos. Y lo hice cuando me quitaron la venda para observar que aquello era mucho más triste y brutal de lo que me había imaginado. 

Inmediatamente, una cabaña de madera de clara factura manual se convirtió en mi nuevo lugar de encierro, y en ella permanecí hasta tres días antes de que alguien se dignara a hablar conmigo, más allá de contestar con poco más que monosílabos a las preguntas que les hacía de forma casi compulsiva cuando me traían algo de comer. 

Un buen día se sentó a interrogarme quien luego supe que era el contacto directo de Guido, el lugarteniente de un oficial que más adelante descubrí que todos llamaban Comandante Sergio, al que aquellos chicos que me custodiaban respetaban sobre manera, que sin duda era el máximo responsable de las FARC en aquella zona y que parecía tener una visión particular de la lucha armada. 

Aquel hombre, de mediana edad, parecía un tipo culto y al tanto de las cosas. Sabía mucho sobre mí, básicamente todo lo que aparece en Internet, pero sin duda se había molestado en investigar mi trayectoria profesional, e incluso sobre mi vida privada. Al principio estaba irritado, y no parecía tener ninguna intención de empatizar conmigo, pero poco a poco se fue relajando, a medida que yo respondía a su hostilidad con cierta tranquilidad e incluso una chispa de ironía. 

Mi interlocutor, del que nunca supe su nombre, trataba de conseguir cualquier cosa extraña, curiosa o destacada sobre mí, con el claro objetivo de informar a su Comandante. Si no era psicólogo, al menos tenía estudios sobre la materia, a juzgar por los giros y las maneras con las que me trataba, por los cambios de humor impostados con los que me sacudía, y por la forma de sonsacarme información que yo le iba ofreciendo a veces con facilidad y otras con medida resistencia. 

El caso es que aquella larga conversación dio para que él extrajera mucha información sobre mi, y yo apenas nada sobre él o sobre su Comandante, a pesar de que cuento con cierta habilidad para hacerlo tras una dilatada carrera como periodista. Apenas si acerté a entender que el Comandante Sergio era radicalmente opuesto a la negociación de la guerrilla con el Gobierno colombiano, que en aquella zona era como una especie de Dios al que todos seguían y respetaban, y algo curioso, que tenía una hija que vivía allí, con todos ellos, a la que adoraba pese a que parecía ser una muchacha díscola. 

Cinco días más pasaron tras aquel interrogatorio, y yo empecé a plantearme que tanto tiempo retenido se parecía más a un secuestro en toda regla, de los que acostumbraba a acometer esta gente, que a unas medidas extraordinarias de seguridad para con un periodista... Pero por el momento solo era una sospecha. 

Por fin, una mañana empecé a escuchar un tumulto fuera de la chabola, que no era sino el anuncio de que el Comandante Sergio había llegado. En esto, abrió bruscamente la puerta y me invitó amablemente a sentarme en una silla colocada justo frente a la que él ocupó, con una frágil mesa por el medio. Detrás de él se situaron dos hombres armados y con un aspecto muy marcial, cuyo único objetivo parecía que era intimidarme, si se comparaba con el aspecto bastante más desgarbado de la mayoría de los guerrilleros que pululaba por ahí. 

Un poco más atrás, tras el quicio de la puerta entreabierta, pude observar la figura de una joven, de entre 18 y 20 años, muy guapa, con rasgos indígenas y una vestimenta adecuada al entorno en el que nos encontrábamos. Me miraba fijamente con unos cautivadores ojos negros que emanaban entre curiosidad y tristeza. 

Tanto me sorprendió su presencia allí, más allá del profundo respeto que producía el Comandante, que no pude por menos que fijar mi mirada en ella, cosa que pareció molestar a mi interlocutor, quien se volvió lentamente para descubrir el motivo de mi despiste. 

Fue entonces cuando le gritó: 

-Largo de aquí, Carol. 

La joven desapareció inmediatamente y apenas si acerté a observar una breve mueca con sonrisa incluida de uno de los guerrilleros apostados junto a la puerta. El incidente sólo sirvió para que el Comandante Sergio endureciera su rostro, tras lo que me arrojó un cuaderno y un bolígrafo nuevos, con la clara intención de exigirme que apuntara todo lo que iba a decirme a continuación. Y fue entonces cuando comenzó su alegato, sin prácticamente dejarme hablar. 

Tras no menos de veinte minutos explicándome detalles de la revolución, de los ideales marxistas y leninistas y de la necesidad de la utilización de la fuerza armada, se esforzó en hacerme entender que el objetivo de la guerrilla es acabar con las desigualdades sociales, políticas y económicas, mediante el establecimiento de un Estado marxista-leninista y bolivariano, y en justificar la involucración de su grupo en negocios considerados ilegales como el robo, la extorsión, el secuestro, y el tráfico de armas, refiriéndose especialmente al narcotráfico y la minería ilícita, que constituyen su actividad principal en esta zona, y que definió como necesarios para obtener una imprescindible financiación con la que continuar su lucha. 

Después de escuchar toda esa diatriba, no pude por menos que ejercer como periodista, olvidando por momentos mi papel de secuestrado, y no sólo osé cortar el discurso de aquel hombre, sino que le hice alguna pregunta incómoda que consiguió contrariarle. 

-¿Porqué no apoya una negociación con el Gobierno que otro líderes de la Guerrilla si defienden? 

-Antes de negociar es necesario examinar el interés de la sociedad, examinar la democracia, para mirar qué transformaciones son necesarias. El Estado debe reflexionar, aprender a escuchar, y eso no puede ser so lo entre el las FARC y el Gobierno, sino con toda la sociedad. 

-¿Y no será que no se sienten preparados para entrar en la vida política sin las armas? 

-Muchos de nosotros empezamos esta causa sin las armas, tan solo vinculados a la lucha desde las comunidades, pero el Gobierno nos empujó a tomar las armas e impidió que fuera viable continuar haciendo política sin ellas. 

-Eso es victimismo... 

-Es la realidad, muchacho... 

Poco a poco, el tono de la conversación fue subiendo, y el rostro del Comandante se fue tensando, abandonando sus iniciales buenas maneras, pasando a elevar la voz más de lo habitual y llegando a intimidarme con gestos como golpear la mesa o levantarse de la silla por momentos. 

Enseguida descubrí que mi estrategia no era la más adecuada para mí seguridad, pero decidí mantener el tipo y, sosteniéndole la mirada, me encaré con él definitivamente. Fue cuando le pregunté: 

-¿Entonces esto es una entrevista o es que necesita a alguien que le escriba sus memorias? 

-No has entendido nada... me espetó. 

Y tras aquellas palabras, se levantó de la silla bastante airado y se marchó seguido por sus secuaces, que antes de abandonar el lugar me regalaron una mirada que decía algo así como... 

-La has cagado, amigo. 

Nunca más volví a ver al Comandante Sergio, que desapareció de la zona dejándome a buen recaudo de una veintena de hombres en aquel lugar en el que el tiempo comenzó a pasar más despacio de lo que hubiera deseado. 

A pesar de lo complicado de mi situación, la realidad fue que la ausencia del Comandante, de su lugarteniente, y hasta de algún oficial de mediana graduación, hizo que mi día a día mejorara y que se relajaran las medidas de seguridad. Apenas me encadenaban, cosa que sí ocurrió al principio, y en ocasiones me dejaban permanecer fuera de la chabola donde estaba encerrado, momento que aprovechaba para disfrutar del aire que olía a selva por todos los lados, y para observar todo lo que sucedía en el campamento, que no era mucho. 

Mi información sobre lo que acaecía en el mundo era mínima. No sabía si mi colega Guido había alertado de mi desaparición y si me estaban buscando; o si había decidido optar por la discreción. Ignoraba lo que sucedía en el mundo, porque por allí no había un mal aparato de radio al que aferrarse, o si existía, estaba vetado para mí. 

Mis días pasaban entre mis alterados pensamientos y mi desesperación, y yo permanecía aferrado a mi cuaderno que, por suerte, no me habían confiscado, y en él iba apuntando todo lo que se me ocurría a modo de diario, sin que nadie me dijera lo que tenía que escribir y sin que nadie leyera nunca lo que allí plasmaba. 

Pero aquel tedio se vio alterado con la llegada de Carol. La joven había logrado saltarse el pavor que el Comandante Sergio trasmitía a su gente, y había conseguido que hicieran la vista gorda, para poder hablar conmigo. Y ahí estaba ella, frente a mí, con sus preciosos ojos negros escudriñándome, descubriéndome cierta feminidad que se esforzaba por ocultar a los suyos, ofreciéndome un poco de complacencia y dispuesta a descubrir algo que fuera más allá de mi precaria situación. 

-Sé que esto tiene que ser duro para ti, pero es lo que hay... Me dijo.. 

-Pues muy agradable no es... Le contesté... 

-La vida aquí no es fácil, nos tienen acorralados, y tenemos que reaccionar de alguna manera. 

-¿Cómo?¿Asesinando y privando de libertad a inocentes? 

-A nadie le gusta todo esto, pero estamos abocados a ello. Tú pediste hablar con el Comandante Sergio, así que deberías haberle escuchado en vez de hacerle enfadar. 

-Claro que le escuché, pero creo que el también tenía que escucharme, en vez de intimidarme. 

-Él es así. Su vida no ha sido muy fácil, y mucho menos para mi, que soy su hija. 

Esa repentina confesión cambió el tono de nuestra charla, haciendo que bajara mi medida hostilidad. Poco a poco, conseguí hacerme con ella, hasta el punto de que me confesó, a riesgo de matarme si lo contaba, que no estaba muy de acuerdo con lo que allí pasaba, ni con la forma de gestionarlo todo de su progenitor. 

Me habló de su infancia, de sus miedos, de la dificultad de su situación allí, de su madre guerrillera muerta en una refriega con el Ejército colombiano, y de la radicalización de su padre a partir de ese momento. Me explicó sus deseos de conocer otros lugares, su reclusión allí con matices parecidos a la mía, su ambición por estudiar medicina y lo difícil que era vivir en un sitio así para una mujer. 

Pero también me preguntó por mi vida, mi trabajo, mis deseos, mis motivaciones... Hasta el punto de que aquella joven, consiguió envolverme... Y no sólo porque era lo único agradable que podía hallarse en aquel lugar... Sin embargo, tuve que reaccionar de repente, cuando un ruido de motor comenzó a escucharse en la lejanía, y ella salió de repente, no sin antes regalarme una tierna mirada y decirme... 

-Tengo que irme, pero volveré... 

Y de nuevo un tiempo indefinido por delante, ahora con mis pensamientos centrados en aquella joven que no sé si había enternecido mi corazón, o simplemente lo había cautivado. De nada me sirvieron mis preguntas e intentos de complicidad con los muchachos que me traían la comida. Nadie hablaba más de una docena de palabra seguidas conmigo, nadie salvo Carol, a la que esperaba cada día, por si decidía cumplir su palabra y volvía... 

Y así fue, aunque pasados muchos días, demasiados para alguien que solo hacía que esperar. Su llegada supuso una bomba para mí, por la manera, por el momento, por la intención... Apareció una madrugada, silenciosa, me despertó y me tapó la boca con su mano. Mi sorpresa se cruzó con su nerviosismo. Me pidió que me incorporará en silencio, y me arrastró fuera de la cabaña. Corrimos lo más sigilosamente que nos fue posible justo por donde ella me llevaba, esquivando milagrosamente a cualquier joven guerrillero de los muchos que andaban apostados por allí. 

Una vez fuera del campamento, corrimos y corrimos por la selva. Ella llevaba algo de comida y agua, además de un gran machete que en ocasiones utilizaba para abrirnos paso. Parecía saber muy bien dónde nos dirigíamos, aunque a veces algunas dudas complicaban el viaje. Tras algunas horas caminando sin parar, llegamos a la orilla de un inmenso río, que luego supe que era el gran Orinoco, y allí, los miembros de un resguardo indígena que Carol parecía conocía, nos dieron cobijo. 

Ambos estábamos destrozados de tanto correr por la selva y nerviosos de solo pensar qué nos pasaría si los compañeros guerrilleros de Carol nos encontraban; pero algo se había apoderado de nosotros y un hilo de pasión nos atrapó. 

Ni la cargada espesura de la vegetación que nos rodeaba, ni la certeza de que algún animal más o menos peligroso nos observaba, impidió que nos entregáramos el uno al otro, y que comenzáramos a acariciarnos lentamente mientras nuestros corazones se aceleraban. 

Éramos plenamente conscientes del lío en el que estábamos metidos, pero decidimos abandonarnos y amarnos a la luz de una pequeña hoguera que servía tanto para ahuyentar a las alimañas, como para iluminar nuestros movimientos pausados, acompasados, y teñidos de una sensualidad inusual en aquellas circunstancias. 

Los carnosos labios de Carol me hicieron temblar a su paso por buena parte de mi cuerpo, a la vez que el crepitar del fuego ahogaba el sonido de mi cada vez más profunda respiración. Tras aquellos momentos de pasión, un profundo sueño se apoderó de ambos, y nos hizo permanecer entrelazados toda la noche. 

A la mañana siguiente, tras despedirnos de los indígenas que nos habían acogido, tomamos una barca de madera y nos dirigimos río abajo, conducidos por la corriente, envueltos por una vegetación tupida, salvaje, brutal; con el sol fabricando potentes y extraños brillos sobre el agua, con el sonido producido por algunas aves inundando nuestros oídos. 

Pero aquella escapada duró poco, demasiado poco. Los guerrilleros dieron con nosotros tan solo un día después de nuestra huida. Nos persiguieron por la orilla del río hasta que no nos quedó más remedio que entregarnos. A Carol le gritaron sin parar mientras le advertían de la furia desatada de su padre. A mí me golpearon con la culata de un rifle hasta tres veces, en la boca del estómago, en la espalda, en la cara... hasta hacerme perder el conocimiento. Cuando desperté, estaba en la parte trasera de una pick-up, encadenado, solo, y roto por dentro y por fuera. 

Aquel episodio puso en riesgo mi vida y me condenó a permanecer varios días más en el más completo de los aislamientos. Nadie hablaba conmigo. Y nadie me daba cuenta de lo que había pasado con Carol, lo cual incrementaba mi desesperación. 

Algunas semanas después, un pequeño grupo de aquellos chavales me trasladó de regreso hasta Puerto Carreño, en cuyo aeropuerto me esperaba un avión militar. De vuelta a Bogotá, un oficial del Ejército me explicó con profusión buena parte de lo que había pasado en todo ese tiempo... que me habían estado buscando desde el primer momento, que mi secuestro se convirtió en noticia de portada diaria en España, que el presidente del Gobierno de Colombia había hecho de mi caso una causa política para acelerar el proceso de negociación, que el ministro de Asuntos Exteriores español había dirigido en todo momento el proceso de rescate, que me esperaban en Bogotá decenas de militares, políticos y periodistas... Pero nadie me dijo nada sobre Carol. 

No me resultaba muy creíble que el Comandante Sergio hubiera accedido a mi liberación, sin más, por motivos estratégicos, tras el mitin que me planteó criticando sin medida el proceso de negociación entre el Gobierno y la guerrilla. Tampoco parecía lógico que me liberaran tan fácilmente, sobre todo sabiendo que muchos secuestrados habían sido asesinados cruelmente solo por intentar escapar. 

Al llegar a Bogotá, todo el mundo se abalanzó sobre mi preguntándome por mi estado, por mi situación, por mis miserias, por mis recuerdos, por mis momentos, por mi futuro, por mis emociones... pero nadie me dijo una palabra de Carol, y claro, yo no la mencioné en ningún momento. 

Ahora, tras el fulgor del regreso, tras el esfuerzo de recordar y contar repetidamente algo que solo quisiera olvidar, tras el necesario sube y baja emocional, en la cómoda habitación de mi hotel, solo pienso en ella: en el castigo que podría haberle impuesto su agresivo progenitor, si tuvo algo que ver con mi liberación, si en algún momento conseguirá alcanzar sus sueños, si algún día volveré a verla, o si simplemente se la tragará la selva, esa selva amazónica y brutal en la que aprendí a amarla.