La etarra y la piruleta



Edurne era una chica particular. Se había criado en el margen izquierdo de la ría de Bilbao, en pleno corazón de Portugalete, y su vida no había sido fácil para nada. Su padre, o aita como le llamaba desde pequeña, era de un pueblo de Extremadura, había emigrado de jovencito para colocarse en los Altos Hornos de Bilbao, y se había casado con su ama, que también había emigrado desde el cercano Logroño para trabajar como chica de servir en Neguri.

No podía decir que tenía ocho apellidos vascos, pero Edurne era vasca hasta los tuétanos. Había estudiado en una ikastola y su círculo de amigos era de un entorno tan abertzale que daba miedo. El cierre de la empresa de su aita y que éste diera con sus huesos en el paro, no contribuyó a frenar la radicalización de Edurne, cuyo hermano, algo más joven que ella, había sucumbido a las garras de la kale borroca y había visitado en varias ocasiones la chirona.

Pero fue su novio de toda la vida, Urko, quien finalmente le metió de lleno en un terreno con el que siempre había coqueteado, pero sólo eso. Tras un largo y proceloso proceso de adaptación y afianzamiento, Edurne se convirtió en miembro de un comando etarra, no de los más sanguinarios, pero lo suficientemente activo y radical como para modificar su carácter y hacer de ella, con sólo 24 añitos, una mujer dura, con gesto duro, maneras duras y una forma de vivir, de todo menos blanda.

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Paseaba aquella mañana Edurne por el muelle de Portugalete, cuando se cruzó con una niña rubia, muy guapa, guapísima, que chupaba con avidez una piruleta de fresa con forma de corazón. Ojos brillantes, muy brillantes, gesto infantil, sola, curiosamente sola, exageradamente sola, chupaba una y otra vez su piruleta. 

Lengua roja, labios rojos, un rojo que se extendía de forma desordenada más allá de la comisura de sus labios; labios carnosos, pero poco; rojo intenso, pero desvaído; trazos locos, pero intensos; y un intenso rayo de sol que se reflejaba en aquella piruleta, en aquel trozo de caramelo de fresa que emanaba tanto dulzor, en aquella forma de corazón deformada por los chupetones; en aquel rojo intenso que irradiaba pasión. Pasión o gloria, pasión o furor, pasión o sangre, pasión o lucha... Nunca infancia, nunca emoción, siempre tensión...

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En aquellas fechas, la lucha ideológica estaba de capa caída. Los brazos armados del Estado habían diezmado la movilización de aquellos grupos rebeldes. Seguía habiendo furia, o rabia, o desazón... pero la actividad clandestina estaba bajo mínimos, las huestes desmoralizadas, la ideología enclaustrada, el miedo saludando y la vida pasando sin pena ni gloria.

El comando de Edurne había sido estratégicamente desactivado y sus componentes andaban a lo suyo. Sin trabajo, sin alternativas, sin futuro, y con Urko fugado en Francia tras un amago de bronca desafortunado y fallido, aquella chica necesitaba hacer algo distinto, salir de allí, vivir otras cosas, sentir que seguía viva... Por eso, cuando un amigo de su hermano le ofreció "bajar al moro" para subir un poco de hachís, salir de una ciudad que ya le pesaba demasiado, vivir algo diferente, y de paso, sacar unos euros que le hacían falta como respirar, no se lo pensó dos veces.

Así fue como cogió un autobús para cruzar esa España que tanto odiaba de arriba a abajo, con casi un día entero de viaje por delante contemplando los más variados paisajes hispanos, y con el objetivo de llegar a Algeciras a tomar ese barco que iba a permitirle cruzar el Estrecho para llegar a Chauen, donde le esperaban para consumar su hazaña.

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Unos pocos asientos más adelante, en aquel horroroso e incómodo autobús en el que casi todos dormían, Edurne se fijó en aquel chaval, regordete, incómodo, flatulento, espeso, horroroso, saboreando como si no hubiese otra cosa en la vida una enorme piruleta de fresa roja con forma de corazón. En esta ocasión, el rojo desvaído había traspasado el rostro del rechoncho muchacho, había atravesado sus asquerosos mofletes, se había derramado por la comisura de aquellos finos y perturbadamente cortados labios, hasta llegar a su camiseta.

Una camiseta donde se mezclaba el sudor seboso, con el pegajoso trazo bermellón supuestamente sabor fresa de aquella escabrosa piruleta, y con el hedor más brutal y epatante de todo lo que rodeaba al crío.

Aquel pegajoso corazón ya no era nada, ni piruleta, ni corazón, ni caramelo, ni juego, ni comida, ni sabor... Aquel pegajoso caramelo había acabado en suciedad, pringosidad, mierdosidad, porquedad, viscosidad, hoquedad, basuridad... O sea, lo más parecido a una mierda pinchada en un palo...

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Por fin había llegado. Tras cruzar el Estrecho en aquel ferry, vomitar por la borda debido al oleaje, pillar un taxi colectivo y compartir camino en aquel viejo Mercedes con cuatro moros que le miraban como si de un bicho raro se tratara, Edurne estaba ya en aquel café de la plaza de Chauen donde había quedado con su contacto.

Estaba realmente encantada con aquel ambiente. Se respiraba morería, y aquello le gustaba sobre manera. Aquellos colores tan vivos en los que reinaba el blanco nuclear y el azul añil... Aquellos olores tan intensos marcados por el sándalo... Aquellos sabores tan diferentes concentrados en un vaso de té moruno, exageradamente azucarado y con la hierbabuena flotando y aportando frescor... Estaba allí disfrutando de aquel fascinante momento, cuando aquel joven se le acercó...

Era guapo, moreno, y bien parecido. Tenía un acento andaluz que no podía con él, y ese gracejo especial que suelen tener los gaditanos. Comenzaron a charlar como sin querer, se midieron, se escucharon, se dejaron llevar... El contacto de Edurne no aparecía, pero a ella parecía importarle poco. Pasaba el tiempo y aquella charla informal se fue trasformando en risas, en coqueteo, en seducción sobrevenida, en carne de gallina, en feromonas desatadas, en pasión a raudales, en emoción no contenida... 

Y de ahí, al sexo más brutal, a la tensión más apabullante, a un vibrante forcejeo amoroso, a un intercambio de fluidos que emanaban por todas partes, a un sentimiento acumulado, a una retro pasión que parecía no tener límites... 

Como de repente, la dureza de Edurne había tornado en sensibilidad, su adustez en sonrisa tonta, su gesto habitual de amargura en mirada brillante, su austeridad en entrega, su instalada antipatía en simpatía, su estrechez en amplitud de miras, sus condicionantes en nubes, su duro y cruel mundo en otro mucho más armonioso...

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Aquel morito de mirada dulce la escudriñaba... Mientras saboreaba con tranquilidad su codiciada piruleta roja con forma de corazón, observaba a aquella mujer destrozada, rota, ojerosa, deambulante, una sombra de lo que había sido sólo hacía algunas horas.

Aquel morito pacífico y sonriente devoraba su caramelo de fresa con aquella forma tan curiosa, mientras aquella mujer vagaba, con los ojos enrojecidos, la mirada perdida, las lágrimas cruzando su rostro, su cuerpo como agarrotado, su alma invadida, su mundo al revés, su calor congelado, su mente perturbada, sus entrañas arrancadas, su luz apagada, su salida cerrada a cal y canto...

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Tras aquella noche de pasión, en la que había enterrado todo su pasado de un plumazo, en la que se había dejado llevar por el corazón y los sentimientos dejando atrás la rabia más incrustada, en la que creyó haber salido definitivamente de aquel mundo tan hostil que la podía y del que necesitaba huir..., había descubierto que su nuevo amante, su príncipe, el hombre de sus sueños, aquel que había permitido que dejara atrás tanta locura al menos por un tiempo... era nada menos que un guardia civil...

Las contradicciones más estruendosas machacaban su cerebro, los sentimientos más encontrados se enredaban en su mente, los deseos más desorbitados se enmarañaban en su alma... 

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Y mientras tanto, aquel pequeño morito no dejaba de mirarla, mientras chupaba plácidamente aquella piruleta de fresa roja con forma de corazón...