Diana, la recepcionista


El pequeño cuarto situado en el sotano uno, junto al acceso principal al parking del hotel, donde las limpiadoras se cambian de ropa y se ponen sus batas de trabajo y donde aparcan los carritos en los que transportan sus enseres, es uno de esos lugares a los que nadie acude pasadas las tres de la tarde, y Diana lo sabe.

Se trata de uno de sus espacios favoritos en aquel edificio para dar rienda suelta a determinados placeres carnales de forma discreta y fugaz, que es justo lo que la joven recepcionista con aire despistado, voz sensual y formas curvilineas, suele hacer en cuanto encuentra un varón dispuesto en un momento idóneo.

Diana es dulce, muy dulce, de cara redonda, más bien bajita, pero muy bien proporcionada. En el hotel todo el mundo la adora porque a nadie le niega una sonrisa, porque sabe hacer el ambiente agradable, porque encandila con gracia a los clientes, porque siempre está dispuesta a ayudar, y porque es... extremadamente cariñosa.

Y además, trata a todo el mundo por igual, que lo mismo le da el director del hotel, que el jefe de camareros, que el técnico de mantenimiento. Ella hace a todos, y aunque algunos solo la utilizan, otros sienten veneración por ella.

Como el repartidor de Coca Cola, que cada vez que acude a entregar su pedido no puede dejar pasar la ocasión de acudir a recepción para dejarse ver e intentar escamotear unos minutos de Diana, con gran enfado de algunos de sus compañeros que, a fuerza de la costumbre, ya consideran que ésta es de su propiedad.