El madrugón al que no estaba acostumbrado y el traqueteo de aquel vehículo habían conseguido que mis párpados entornaran y me hicieran dormir durante algunos instantes, o quizás minutos, durante los cuales no fui para nada consciente de lo que pasaba a mi alrededor. El caso es que al despertar de ese minúsculo sueño, me encontré con que algo extraño estaba pasando, o al menos eso es lo que intuí tras constatar lo que mis ojos recién abiertos estaban viendo.
Nadie de quién recordaba que me acompañaba en el viaje antes de cerrar los ojos estaba allí. Quizás mi ejercicio de dormitación se había alargado más de lo que suponía, pero aquella pareja de jóvenes estudiantes anclados a sus mochilas, esa anciana encorvada sentada frente a mí, y un par de operarios de una compañía eléctrica enfundados en sus monos de trabajo, habían desaparecido para dejar paso a otra gente, pero no cualquier gente.
Junto a mi, sin pestañear y con las manos sujetándose la tripa, había una mujer embarazada, que permanecía como mirando al infinito. En los asientos de enfrente, dos mujeres más, de aspecto asiático y también en avanzado estado de gestación, charlaban sin parar en un lenguaje desconocido. Al alzar mi mirada, me encontré justo a mi izquierda a otra mujer, esta vez de rasgos caucásicos, con la mano derecha sujetando su cadera, en una clara postura que le ayudaba a sobrellevar su estado de buena esperanza.
Sin pensarlo apenas, por aquello de que uno es un caballero, me levanté de mi asiento para cedérselo a aquella mujer que claramente lo necesitaba más que yo...
-Por favor, siéntese ahí -le dije
-Muchas gracias, amigo -me contestó
-Faltaría más...
Tras ayudarle a acomodarse, me volví hacia el otro lado a la vez que me agarraba a la barra superior para no caerme con el traqueteo del vagón, para percatarme, con cierto estupor, de que aquel espacio estaba repleto de mujeres, y todas en cinta. Las había de todos los tipos. Tres mujeres de color departían al fondo con sus tripas en pompa, al tiempo que una adolescente de no más de quince años hacia equilibrios entre su cartera escolar y su prominente tripa.
Sentada al fondo del todo, una anciana que lucia pelo blanco y un buen número de arrugas se mostraba encogida sobre sí misma como sujetando una tripa más propia de un embarazo que de un atracón. Frente a ella, dos mujeres orondas y bastante maduras sobrellevaban su preñez desparramada por toda la cintura, al tiempo que una joven bastante guapa y estilizada que parecía de un país del este, a juzgar por su acento, mantenía prácticamente impoluta su figura mientras sujetaba su tripa en forma de pico. Y aún había muchas más...
Ante semejante situación no pude por menos que frotarme los ojos para comprobar que no era una alucinación, pero no, seguro que no lo era... o si...
Justo cuando estaba saliendo de mi asombro, los altavoces anunciaron:
-Próxima estación, Manuel Becerra, conexión con línea seis.
Y fue al llegar a esa parada cuando la cosa se enrareció... todas, absolutamente todas las mujeres que me habían acompañado en aquel último trayecto, se agolparon con tranquilidad junto a las puertas del vagón para bajarse en aquella parada, como si fuera la estación término de un hospital de maternidad.
Mi sorpresa fue en aumento cuando tras bajar todas aquellas mujeres, inmediatamente comenzaron a tomar el vagón un buen número de hombres y mujeres de mediana edad, con un rasgo en común: todos vestían algún tipo de hábito que parecía religioso. Había dos hombres mayores con una de esas sotanas negras que llevaban antaño los sacerdotes, junto a otros más jóvenes con una indumentaria más actual aunque clásica y con el típico alzacuellos sobre una camisa negra. Junto a ellos, un grupo de monjitas muy delgadas, con rasgos asiáticos y hábito blanco. Detrás, un grupo bastante numerosos de monjes con la cabeza rapada y ropajes como colgados, que parecían hindúes, rezando sin parar el hare krisna.
Pero lo más curioso era que al final del vagón, un señor entrado en edad que vestía de forma parecida a un cardenal católico, charlaba animadamente con otro que ostentaba una gran barba blanca y vestía un hábito negro que le cubría la cabeza por entero, a la manera de un líder ortodoxo.
No había recuperado aún mi ser, cuando un grupo de niños vestidos como monaguillos, con aquellos ropajes largos y pesados que recordaba perfectamente de mi infancia en la parroquia del pueblo, me preguntaron...
-Hola señor, ¿usted dónde va...?
La verdad es que no supe que decirles, pues en aquel momento lo había olvidado todo en torno a mi día a día. No recordaba ni dónde iba, ni de de dónde venía, y ni siquiera quién era... aunque eso no me importaba demasiado en aquel momento.
-Pues, no lo sé -le contesté a aquel simpático chaval-, la verdad es que no tengo ni idea...
-Vaya, qué raro -me contestó-
Fue entonces cuando reaccioné y le pregunte a mi joven interlocutor...
-Y vosotros, ¿dónde vais...? y ¿de dónde venís...?
-Vamos a Misa -me contestó- mientras compartía una sonrisa de incredulidad y complicidad con sus compañeros.
El caso es que no me sacó de dudas, y cuando me disponía a seguir interrogando a aquel muchacho, el altavoz anunció de nuevo...
-Próxima estación, Ópera, conexión con línea cinco.
Los monaguillos se despidieron de mi amablemente, y junto con los sacerdotes y todo el resto de religiosos y religiosas que llenaban el lugar, se dirigieron a las puertas para bajar en masa de aquel vagón que a mí empezaba a parecerme un lugar muy extraño.
Opté por sentarme y esperar a ver que nueva sorpresa me deparaba esta estación, justo al tiempo que comencé a ver entrar a un numeroso grupo de personas, de todas las edades, y todas ellas con una estrambótica estética hippy.
La imagen era curiosa, pues uno recuerda a aquella gente en ambientes naturalistas, viviendo en comunas en el campo, y aquel angosto vagón de metro no parecía el entorno más adecuado para ellos. Eso sí, flores había por doquier. Flores en sus camisolas, en sus pantalones, y en los pañuelos que llevaban atados a sus cuellos o sus cabezas. Los ropajes que vestían eran todos muy anchos, desde las camisolas a las perneras de los pantalones, y las telas, muy ligeras.
Como solía pasar con esta gente, iban a su rollo; hablando entre ellos, pero poco; sin percatarse demasiado de lo que sucedía a su alrededor, hasta el punto de que no parecían extrañados para nada del lugar en el que viajaban, a saber dónde...
Uno de ellos sacó de un bolso de tela que colgaba de su cuello un gran cigarro con forma de trompeta, y se apresuró a encenderlo, ante lo que no me quedó otra que llamarle la atención...
-Oiga, que aquí no se puede fumar
-Quien dice eso -me contestó airado
-Pues las normas, no se puede fumar en lugares cerrados, y este vagón es muy, pero que muy cerrado.
-Que tontería, a quien se le ocurre que uno no pueda hacer lo que le dé la gana cuando le viene en gana.
-Pues si, los tiempos han cambiado, y ahora hay que cumplir determinadas reglas. Y no fumar en lugares que puedan perjudicar a otros y dañar la convivencia es una de ellas.
Aquel tipo soltó entonces una risotada, y dirigiéndose a un grupo de colegas comentó...
-Mira el menda este, que dice que no podemos ponernos... más le valdría a él ponerse un poco...
Todos le rieron el comentario mientras yo pensaba en qué hacer ante semejante situación. No tenía mucho sentido invocar a nadie de seguridad, pues el vagón estaba en marcha. Tampoco parecía lo mejor ponerme violento o pesado en mi reclamación, ya que probablemente solo provocaría su hilaridad. Así que opte por callar y dejar estar. Al fin y al cabo, la siguiente parada estaba a punto de llegar.
-Próxima estación, Cuatro Caminos, conexiones con líneas uno y seis...
Y como ya había pasado anteriormente, todos aquellos hippys se agolparon frente a las puertas, para bajar civilizadamente, como si hubieran llegado a su comuna.
Mi expectación entonces se convirtió en extrema. Mis sentidos se pusieron alerta. Mi curiosidad desbordada... ¿Que colectivo me arrollaría entonces?¿qué tipo de personas se convertirían en mis nuevos compañeros de viaje?¿quién era yo?¿a dónde iba?
Y allí estaba, esperando acontecimientos, cuando subieron al vagón un señor mayor, vestido elegantemente y con aire despistado, y un hombre de mediana edad ataviado con un mono de trabajo, que parecía ser alguien de mantenimiento. Ambos charlaban amigablemente y no parecieron darse cuenta de mi presencia.
Me acerqué a ellos y pregunté…
-Podrían decirme dónde estoy, me temo que me he despistado y ando un poco perdido.
Mientras el anciano me miraba con cara de condescendencia, el operario me interrogó…
-¿Se puede saber qué hace usted aquí a estas horas…? El Metro ya está cerrado… tiene que irse…
-No quiero irme -le espeté-. ¿Puedo quedarme?
-Usted verá, es la una y media de la madrugada y hasta las seis no abrimos. Si quiere puede quedarse, pero yo no le he visto.
-Gracias -le contesté.
Aquellos hombres se marcharon mientras comentaban perplejos mi sorprendente petición y dejando que las puertas del vagón se cerraran frente a mi, dejándome dentro.
Y allí me quedé, solo, sentado en un incómodo asiento, intentando interpretar todo lo que me había sucedido en aquel extraño viaje, y sobre todo, tratando de recordar quién era y qué hacía allí. Pero fue inútil.
Pasadas algunas horas, el tren arrancó de nuevo y comenzó a rodar. Al llegar a la primera estación, antes de que nadie pudiera subir a aquel vagón, me lancé fuera como alma que persigue el diablo y tras correr por el andén y los pasillos que se cruzaban endiabladamente, subí a la calle en busca del sol, que se convirtió en símbolo de una especie de liberación.
Ahora que si se quién soy, sigo sin saber cómo o cuándo entré allí, ni si aquel viaje me llevaba a alguna parte. Tampoco tengo claro si todo lo que acabo de relatar es cierto, si es locura o es simple ensoñación.
No logro recordar nada con sentido.