Ella



No era solo porque se tratara del día más triste del año, el tercer lunes del mes de Enero, resultado de una estúpida ecuación cuyos valores pasan por el clima, el nivel de deuda, el tiempo pasado desde la Navidad, el tiempo en el que fracasan nuestro propósitos de año nuevo y nuestra motivación; ni porque su ánimo estuviera por los suelos, a los niveles más bajos desde hace años; ni porque todo a su alrededor pareciera rancio, monótono, vetusto, sin gracia... Era por ella...

Sergio permanecía callado, pensativo, taciturno, malhumorado, mientras escudriñaba la estancia en la que languidecía... Se trataba de un gran salón en una vieja casa de campo, imbuida de desconsuelo... muebles de madera castellana recia, sofá y sillones de cuero raído, una lámpara de pié de forja torcida, una gran chimenea y sobre ella, una cabeza disecada de ciervo con unas astas gigantes que parecía observarlo todo... 

Y allí, inmóvil, sentado en uno de aquellos desvencijados sillones, con el polvo dominándolo todo, y sin perder de vista aquella cabeza de ciervo al que él mismo había dado caza varios años atrás,  Sergio se esforzaba por traer a su cabeza recuerdos de lo más variado, con el único fin de no recordarla a ella.

Pensaba en su niñez, y en uno de sus juegos preferidos, que consistía en la caza, cría y observación de caracoles... Le tranquilizaba recordar la parsimonia de aquellos animalillos, que avanzaban babeando sobre una hoja de lechuga depositada en una caja de cartón, y que apenas hacían nada en la vida salvo desplazarse lentamente y comer, para replegarse y esconderse en su cascarón si sentían alguna amenaza... Y recordaba su capacidad de reacción, especialmente cuando tocaba con la punta de su dedo el extremo de uno de sus cuernos, provocando su repliegue en milésimas de segundo, una agilidad que contrastaba con la dilación de todos sus movimientos.

Tanto llegó a apasionarle el devenir de aquellos moluscos terráqueos, que terminó estudiando  todo lo relacionado con la helicicultura, y con los años se convirtió en uno de los mayores expertos en la materia, llegando a construir la mayor granja de cría y engorde de caracoles del país, con la que obtuvo pingües beneficios, no solo con la carne caracol que distribuyó entre los mejores restaurantes del país, sino también con la cuantiosa baba de estos bichos que facilitaba a laboratorios de cosmética y con la venta de sus huevos, que recogía con paciencia para comercializarlos como "caviar blanco" a unos precios desorbitantes.

Antes de que ella se impusiera en su mente de nuevo, Sergio consiguió traer a su cabeza sus épocas de fiestero, sobretodo aquellos años en los que, ya de mozalbete, se desplazaba cada año a Pamplona por San Fermín para correr los encierros... Sin saber porqué, le había encontrado especial gusto a galopar frenéticamente con un pañuelo rojo al cuello, delante de aquellos enormes animales, soltando adrenalina por doquier al sentir cerca sus pitones. 

Sergio recordaba que todos los buenos corredores tenían miedo... y si alguno de ellos no sentía pavor al verse cerca de varios morlacos de 600 kilos sueltos, con aquella impresionante cornamenta por delante, es que era un inconsciente. Y la falta de consciencia no era un rasgo propio de un buen corredor. Sergio sabía que lo importante era controlar el pánico, y eso es lo que hacía... entonces, y ahora que no estaba ella.

Tanto se empapó de la cultura taurina, que con el tiempo hizo sus pinitos como matador, y como no le fue muy bien en la disciplina, tras algunos revolcones con cornada incluida, terminó abandonando para terminar creando su propia ganadería de toros bravos, con la que consiguió encaramarse en el negocio de la lidia, consiguiendo que algunos de sus astados fueran indultados en la Ventas, por nobles... De aquellas, vivió momentos de lujo, gloria y oropel, que compartió con ella... esa misma que ahora no estaba.

Y de esa manera regresaba ella a su memoria, ligada a los buenos momentos, envuelta en relumbrón, plena de una alegría que entonces le hizo disfrutar, pero que ahora le estaba llevando a la desesperación... y por eso tenía que alejarla de sus pensamientos...

Y para conseguirlo, siguió repasando los momentos más gloriosos de su devenir... como cuando, ya en su madurez, se convirtió en un amante de la cinegética... empezó abatiendo liebres y perdices, pero enseguida la caza menor se le hizo pequeña y se pasó al mundo de la caza de venados.

Puede parecer que es fácil cazar venados, pero son animales muy inteligentes, que  pueden sentir aromas y olores desde larga distancia, y los cazadores deben utilizar un montón de artimañas para pasar desapercibidos, como usar jabón sin perfume o no usar suavizante en la ropa.

Sergio llegó a convertirse en todo un experto en la caza del venado, que realizaba en batida, en montería o en rececho; aunque destacó especialmente en esta última modalidad de caza  selectiva, que busca abatir los venados con mayor trofeo, es decir, aquellos ejemplares que están ya en decadencia o muy próximos a la vejez, que se manifiesta en el tamaño de sus cuernas.

Y aquel, cuya cabeza embalsamada presidía su salón sobre la chimenea, había sido su mejor pieza, la más vetusta, la más admirada, la más difícil de abatir, la que contaba con una cornamenta más desmesurada...

Y allí estaba él, repanchingado en su vetusto sillón, apurando un vaso de whisky, amontonando colillas en un gran cenicero de barro, mirando de reojo aquella testa que sujetaba aquellas ramificadas cuernas y, tras haber tratado de evitarlo todo el tiempo, pensando en ella, aquella miserable a la que había dado todo y le había pagado así...